—Benjamín, despierta. Es el cumpleaños de Elías —dijo mi madre tras tocar la puerta.
Tardé unos segundos en procesarlo. Me removí entre las sábanas, sintiendo su calidez aferrarse a mi cuerpo, pero al final cedí. Me incorporé lentamente y caminé hasta el baño con los ojos entrecerrados.
Cuando regresé a la habitación, el ladrido del perro del vecino rompió el silencio. Me asomé a la ventana y lo vi en el patio: un animal enorme, de hocico babeante y mirada llena de rabia. Me observó por un instante, gruñendo bajo, como si estuviera esperando que hiciera el más mínimo movimiento. Le sonreí con burla y sus ladridos se intensificaron.
En la cocina, mi madre se movía de un lado a otro, terminando de acomodar la mesa. El aroma a café y pan tostado llenaba el ambiente. Mi hermano ya estaba sentado, hablando con mi padre. Pero cuando entré, sus voces se apagaron.
Se miraron entre ellos, intercambiando algo que no pude descifrar. Mi madre dejó de colocar los cubiertos y, sin decir nada, se acercó a abrazarme.
Era un gesto sencillo. Cálido.
Por un momento me quedé quieto, sintiendo su perfume y el ritmo pausado de su respiración. Pero algo en mí se tensó, una incomodidad que me hizo apartarme con suavidad. Nos miramos por un segundo antes de que desviara la vista y me sentara en la mesa.
—Feliz cumpleaños, Elías —dije, intentando que mi voz sonara normal.
Él sonrió y asintió, con la boca llena de pan.
—Gracias, Ben.
Mi madre volvió a moverse por la cocina, sirviendo café y poniendo más pan en la mesa. Mi padre hojeaba el periódico, pero de vez en cuando levantaba la vista y participaba en la conversación.
—¿Qué se siente tener un año más? —pregunté, dándole un pequeño codazo a Elías.
Él se encogió de hombros con dramatismo.
—Nada. Todo sigue igual. No he crecido ni un centímetro desde ayer.
—Eso es porque ya te quedaste chaparro —dijo mi padre sin apartar la vista del periódico.
Elías hizo una mueca y todos nos reímos. Mi madre negó con la cabeza, divertida.
—No lo escuches, Elías. Estás en la mejor edad.
—Lo dice porque todavía la escuchas cuando te dice que te pongas suéter —agregué, y mi madre me lanzó una mirada de advertencia mientras Elías se reía.
El ambiente se fue relajando. Hablamos de cosas triviales: del clima, de lo rápido que pasaban los meses, de los planes para la tarde.
—Podríamos hacer algo después del cine —sugirió Elías—. No sé, ir por un helado o algo así.
Mi madre asintió con entusiasmo.
—Me parece buena idea. Podrían pasar por la pastelería antes de volver.
—Yo invito los helados —dijo mi padre, sacando su billetera y dejando unos billetes en la mesa.

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Cartas para nadie
RomanceHay cosas que nunca se dicen, se guardan en el corazón, propician nuestros insomnios, traen recuerdos del pasado, nos hacen revivir sentimientos olvidados y nos llevan a tomar malas decisiones.