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El martes por la tarde, después de la universidad, tomé el autobús hasta la cafetería donde trabajaba. Hacía semanas que no iba, desde el accidente. Luego de los días que me dieron de descanso médico, decidí tomar mi tiempo de vacaciones.

Al bajar, sentí el aire caliente pegándose a mi piel. El clima estaba cambiando otra vez. Ya no hace tanto frío como cuando te fuiste.

Crucé la calle y entré al local. El sonido de la campana en la puerta me hizo sentir extraño, como si estuviera entrando en un lugar que ya no me pertenecía del todo. 

—Mira quién volvió —dijo Víctor, desde detrás del mostrador. 

—No exageres —respondí, quitándome la mochila. 

Él sonrió y me lanzó un delantal. 

—Te toca lavar tazas. 

—¿Qué pasó con la bienvenida afectuosa? 

—Eso era si volvías antes de dos semanas. Ahora solo eres un trabajador más. 

Rodé los ojos y fui directo al fregadero. 

La tarde pasó rápido. Entre las órdenes, los platos sucios y la música de fondo, no tuve tiempo para pensar demasiado. Me sorprendió lo fácil que fue retomar el ritmo, como si mi cuerpo recordara los movimientos sin esfuerzo. 

En un momento, mientras limpiaba la máquina de café, sentí una mirada fija en mí. Levanté la vista y vi a Andrea en el mostrador. 

Me quité los guantes y me acerqué. 

—¿Qué haces aquí? 

—Pasé a ver si seguías vivo —dijo, bromeando.

—Sigo. Apenas. 

Ella sonrió.

—Eso es bueno. Seguir vivos. 

Solté una leve risa y ella también.

—Estoy con mi mamá —dijo, señalando una de las mesas junto a la ventana—. Ella fue la que me trajo. Dice que el café de aquí es buenísimo, pero yo tengo mis dudas. 

—Tendrás que comprobarlo. Yo mismo lo haré. 

—¿En serio? ¿No lo va a hacer el barista estrella? 

—Hoy el barista estrella soy yo. 

Cuando le entregué los vasos, sus dedos rozaron los míos por un segundo. 

—Nos vemos —dijo, sujetando la bolsa con suavidad. 

—Nos vemos. 

La seguí con la mirada mientras se reunía con su mamá y salían del lugar. 

—¿Quién era? —preguntó Víctor, asomándose desde la bodega con una caja en las manos. 

—Andrea. 

—¿La de la fiesta? 

Asentí. Él levantó una ceja, sonriendo de lado. 

—Interesante. 

—Cállate —dije, volviendo a la máquina. 

Víctor rió por lo bajo, pero no dijo nada más. Se puso a acomodar unas cajas detrás del mostrador mientras yo limpiaba la estación de café. 

El resto del turno pasó sin mayores sobresaltos. Atendí algunos clientes, organicé la zona de panadería y, cuando faltaban unos minutos para mi salida, me apoyé contra la barra, sintiendo el cansancio en los hombros. 

Cartas para nadieDonde viven las historias. Descúbrelo ahora