Amigos que van, amigos que vienen

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Al ir bajando, vi de reojo el parque donde solía pasar las tardes años atrás. Estaba vacío, no se asomaba ni un alma; supongo que los niños preferían jugar en la feria de la plaza. No vi mal pasar un momento por ahí, así que cambié mi ruta por unos minutos.

El parque se veía descuidado, no éramos muchos niños en realidad, creo que no superábamos los veinte; cada vez, las personas se iban yendo del pueblo o los niños crecían y se iban a la ciudad a estudiar. No había pegado un cambio significativo; el color de los columpios era casi inexistente, el sube y baja de madera con los apoyos de acero ya estaba algo oxidado, los balancines en forma de caballo tenían la pintura desgastada, el tobogán aún podía resistir unas resbaladas, el gran árbol que en primavera me llenaba el cabello de pétalos y, en otoño de hojas, seguía intacto. Todo aquello formó una gran sonrisa en mi rostro, estaba emocionada. 

Sin pensarlo, me subí a uno de los columpios, mi juego favorito; comencé a balancearme, el chirrido de las cadenas de metal llegaban a mis oídos indicándome que no le haría mal un poco de aceite. 

Siempre vine aquí después de clases a pasar el rato, también quedaba con Melissa y Armel; los tres éramos compañeros de clase, hacíamos los deberes juntos, a veces en casa de uno de nosotros o en este mismo parque. Me gustaba este sitio por varias razones, nos pasábamos los deberes para terminar rápido y ponernos a jugar; reuníamos a varios niños para decidir que haríamos; desde las escondidas por los alrededores, policías y ladrones, hasta partidos de fútbol, aunque no eran muy seguidos, ya que una vez, Armel rompió la ventana de una casa. Ese día, todos los niños se fueron corriendo, solo quedamos él y yo. Los dos asumimos la culpa, por lo que nos regañaron; pero la señora de la casa fue buena con nosotros al ver cómo los demás habían huido para no afrontarla: todos menos nosotros. Nos felicitó por eso. 

Sin embargo, todas esas razones e historias no eran lo que más amaba del sitio, sino que, si levantabas un poco la mirada o te subías a uno de los pequeños muros, llegarías a ver el gran paisaje. Cuando cumplí ocho años, por fin me dejaron ir al bosque, antes, no me era permitido. Si bien es cierto, era peligroso, pero mi curiosidad era más grande que el propio miedo; tuve que aprender a hacer marcas en los árboles, tener cuidado por donde pisaba, también me enseñaron sobre los hongos y setas que había por los frondosos robles; lo dañinas que pueden ser algunas como lo ricas y sabrosas de otras, al principio iba sola o acompañada por uno de mis padres. Desde ese momento, el bosque se convirtió en mi nuevo patio de juegos.

Terminaba mis deberes, jugaba un poco con los otros niños para después, irme sola al bosque porque ellos no querían acompañarme. “Mi madre no me deja”, “¿Qué vamos a hacer allá? No suena muy divertido” decían algunos. Por un tiempo tuve el bosque para mí sola; Melissa quería acompañarme, pero después de lo ocurrido con su padre en la pendiente, la señora Hebert le prohibió ir. Mientras más tiempo pasaba más me iba alejando de mi grupo, en ese momento no era consciente de ello. Amaba tanto la tranquilidad que podía darme el sonido de las hojas moviéndose al son de la brisa, los cantares de los pájaros y, las cosquillas que sentían mis pies descalzos sobre el pasto que, a veces, mi única parada terminaba siendo ese cálido bosque.

Estuve así hasta que un día Armel me siguió. Cuando me di cuenta, ya había avanzado poco más de la mitad del camino.

—¿Qué haces aquí, fideo? Tu madre puede regañarte —dije mirándole de reojo. Siendo honesta, le hablé con cierta prepotencia; me sentía la más mayor por ser a la única a quien dejaban ir sola al bosque.

—Ella me dio permiso.

—¿Por qué me estás siguiendo?

—No puedo evitarlo, solo hay un camino —contestó—. Además, ¿qué te hace pensar que voy a seguirte a ti? 

Tras la sombra de la OsaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora