Capítulo Uno

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La primavera es la mejor época del año. Esa es una verdad que voy a defender hasta el día que mis cenizas sean esparcidas desde la montaña más alta de Corea. Sin importar lo bonita que sea la ropa de otoño, lo mucho que me guste usar abrigos enormes y esponjosos en invierno y lo maravillosa que es la playa en verano, la primavera siempre va a ser mejor. Superior. Incomparable.

Desde que era niña, mis padres vivían con el constante temor de que algo malo fuera a pasarme. Caer por las escaleras, asfixiarme con uvas o ser secuestrada por mafiosos japoneses eran algunos de los peligros que acosaban sus pesadillas. Hasta cierto punto, sus temores estaban más o menos justificados y yo me esforzaba por entenderlos, pero, aun así, no podía evitar sentirme ahogada y vigilada todo el tiempo, siempre adentro.

Excepto en primavera.

Mi madre decía que era el clima. Ni demasiado frío ni demasiado caliente. Eso hacía que las personas estuvieran de mejor humor y, por consiguiente, menos propensas a cometer un delito. Yo no creía que fuera del todo cierto, pero igual mantenía la boca cerrada porque en primavera se me permitía estar más tiempo afuera. Ir al parque, visitar a los amigos que mis padres habían escogido para mí y leer en el jardín toda la tarde. Resultaba un gran lujo que empecé a apreciar más conforme crecía y mi necesidad de salir al mundo se volvía casi imposible de contener.

Los años pasaron y las cosas en realidad no cambiaron demasiado, pero la primavera seguía siendo un símbolo de libertad que me hacía ligera y feliz. Era un instinto involuntario, rebotar como una burbuja y mientras caminaba por el campus, me arrepentí de ponerme tacones. Era mucho más fácil rebotar con tenis. Pero yo era una experta, después de todo, que había usado su primer par de zapatos altos a la tierna edad de 7 años y me permití un par de saltitos cuando estuve segura de que nadie me estaba prestando atención.

Respiré profundo y me maravillé con el aroma a flores y árboles verdes. Hoy era el tipo de día que no podía ser arruinado con nada. Ni siquiera el hecho de que mi primera clase fuera con el Dr. Seo, universalmente conocido por ser más seco que un desierto y tan entretenido como una carrera de caracoles. No importaba. Hoy era el primer día de primavera y todo mi ser irradiaba felicidad, flores y brillos.

Esa era la razón por la cual tenía una sonrisa satisfecha cincelada en mi rostro cuando tomé mi lugar de siempre en el salón del Dr. Seo. Nadie me miró raro, a pesar de que yo era la única persona de buen humor dentro de aquellas cuatro paredes, y supuse que mis compañeros ya estaban acostumbrados. Después de todo, este era el segundo año que estudiábamos juntos, y si bien muchas personas se habían rendido en el camino y había nuevas adiciones, estaba rodeada de caras conocidas.

El enorme reloj redondo que colgaba en la pared sobre los pizarrones marcó las ocho de la mañana, al mismo tiempo que el reloj que yo llevaba en mi muñeca derecha. Y justo en ese instante, el Dr. Seo entró por la puerta principal.

El Dr. Seo era un hombre serio, con cabello canoso y más bien escaso, que tenía entre cuarenta y sesenta años. Por alguna razón, resultaba casi imposible asignarle una edad concreta. Era viejo, pero al mismo tiempo no. Como si su cuerpo no se decidiera a envejecer por completo.

—Buenos días. —saludó. Su voz era baja y pesada, como si levantarla le costara trabajo. La clase le respondió con el mismo tono y luego se hizo el silencio. Así funcionaban las cosas con el Dr. Seo— El día de hoy tenemos algo un poco diferente. Tenemos invitados especiales.

Casi como si hubieran estado esperando una señal, un par de cabezas aparecieron en la puerta. Reconocí a una de ellas como una de las tres chicas del departamento de programación y solo pudo fruncir el ceño en confusión. ¿Qué hacía la gente de programación aquí?

Dive Into You || Lee JenoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora