Mis ojos aún recuerdan

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Gustabo y yo estábamos acostados en su cama, descansando después de aquella noche en la que nuestros cuerpos se fusionaron con cariño y pasión, como la típica pareja de adolescentes enamorados.

El día era soleado, había despertado por los rayos de sol que se filtraban por la ventana; a Gustabo no le gustaba poner cortinas. Poco después sonó la alarma, obligándome a borrar los pocos rastros de sueño que quedaban en mi ser.

Contemplé unos momentos el exterior, había un árbol de jacarandas cercano a la ventana, donde normalmente los pájaros, y unos cuantos colibríes, nos daban los buenos días. Hoy no se veía ni un solo pájaro.

Desperté a Gustabo con un beso en la mejilla, como tanto le gustaba que lo hiciera sus ojos color diamante fueron abriéndose poco a poco. No pude evitar sonreír con cariño ante la vista frente a mí.

Amo tanto a Gustabo, cada cosa que hace obligaba latir a mi corazón con pasión, me hace sentir en las nubes cada vez que me habla. Tiene unos ojos tan hermosos que nunca quería dejar de ver. Mide alrededor de 1.70; sus ojos son azules; el color de su piel es pálida pero sin ser enfermiza, tan perfecta que parece ser porcelana; tiene pecas por toda su cara como si de una constelación se tratase, las adoro tanto que me sé exactamente en qué posición está cada una; sus labios son gruesos con un color rosado tan peculiar; sus cejas son bien definidas con un piercing del lado derecho; su cabello es rubio y lacio, suficientemente largo para hacerse una coleta; su sonrisa es perfecta, sus dientes son perlas deslumbrantes. Puedo decir que no hay nada de él que no sea glorioso.

Pero siento que no soy lo suficiente para estar con él, ¿será porque no soy perfecto como él?, ¿seríamos compatibles? Podría intentar llegar a su altura, pero el resultado sería el mismo.

La verdad nadie me hace sentir así, con él junto a mí puedo "hacer lo que sea".

Quiero pasar toda mi vida a su lado.

—Buenos días, despertaste muy temprano —digo burlándome de su expresión mañanera.

Con una sonrisa cómplice, esconde su rostro en las sábanas y comenzamos un pequeño juego entre coqueteos con algunas risas. El tiempo que pasa no nos es importante, al menos hasta que escuchamos al padre de Gustabo llamarnos desde la planta baja para que nos apresuremos y bajemos a desayunar.

Rápidamente nos arreglamos, recordando, algunas veces, la forma en que quitamos nuestras prendas el día anterior de forma torpe.

Nos dimos un último beso al notar la hora que era; ya no llegábamos a la primera clase así que nos podíamos dar el lujo de desayunar. Bajamos directamente al comedor donde se encontraba el papá de Gustabo.

—Buenos días, chicos, les hice sus jotos cakes favoritos —exclamó el señor García

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—Buenos días, chicos, les hice sus jotos cakes favoritos —exclamó el señor García.

Gustabo y yo soltamos una ligera risa, ya acostumbrados a este trato.

Nos sentamos a desayunar y platicamos un rato haciéndolo una mañana agradable. Al terminar de desayunar, tomamos nuestras mochilas y nos dirigimos a la escuela.

No hicimos mucho tiempo de camino, pues anduvimos con tranquilidad, nos tomamos de la mano como tantas veces habíamos querido hacerlo.

Gustabo es un romántico, le encanta vivir en un cuento de hadas donde los finales felices si existen. No tiene miedo alguno de gritarle al mundo su orientación sexual. Le tengo tanta envidia por eso.

A veces solo quisiera ser como él, quiero caminar por la calle sin preocuparme por el qué dirán. Quisiera poder sentir de la misma manera que él lo hace, deseo en lo más profundo de mi corazón poder besarlo sin miedo alguno.

Cuando menos me di cuenta llegamos a la escuela. Rápidamente solté la mano Gustabo, y por el rabillo del ojo, vi como su mirada se entristeció. Mi corazón dio un vuelco ante esa vista.

—Tenemos que correr, si nos damos prisa llegaremos a tiempo a la segunda clase —Gustabo comentó con una sonrisa radiante. Un pequeño sonrojó adorno mi moreno rostro.

—Sería el colmo llegar tarde a la clase que da tu padre, ¿no? —comenté con tono burlón, rodeando a Gustabo ligeramente con mi brazo.

Mi novio soltó una ligera carcajada, golpeándome juguetonamente en el hombro.

—No solo es mi padre —exclamó con una sonrisa traviesa —también es tu suegro, tú lo tienes que tener más contento.

Aunque su intención era buena, no pude evitar sentir pánico ante sus últimas palabras. Volteé rápidamente mirando mi alrededor para comprobar que nadie lo hubiera escuchado.

—No digas esas cosas en público, alguien te puede oír —le expliqué con seriedad.

Hubo un pequeño dolor en sus ojos, pero fue tan rápido que pensé haberlo alucinado. Sacudí mi cabeza en un vago intento de despejar mis pensamientos.

Discretamente apreté su mano, una excusa barata que pensé que podría funcionar. Gustabo no me devolvió la mirada, entendí su enojo, yo también estaría así.

—Vamos a clases —suspiré con resignación, seguí mi camino sin voltear atrás para ver si Gustabo me seguía, tenía que darle su espacio. Dando pasos largos, llegué al salón, era raro entrar sin él.

—¡Hasta que por fin llegas! —una chica pelirroja se acercó a mí, era Michelle, una de mis mejores amigas —No puedo creer que te hayas saltado la primera clase, me lo esperaba de Gustabo, no de ti.

Mi mirada se oscureció ante la mención de Gustabo; intenté recuperar rápido la postura.

—Nos quedamos dormidos, eso es todo —me limité a no dar más explicaciones.

Michelle me miró con duda, entrecerrando sus ojos —Hablando de él, ¿dónde está? —preguntó mirando encima de mi hombro.

Gustabo ya había entrado al salón. No soportaba a mi amiga. Ella trató de hacerme otra pregunta para desviar el tema, pero entonces llegó el señor García.

—Buenos días jóvenes, tomen asiento—. Empezó a dar la clase con tanta naturalidad como siempre.

Era usual que durante su materia muchos estuvieran hablando con un volumen alto y respondiendo a sus preguntas de forma grosera, incluso si el profesor lo pedía de una forma bastante amable. Los peores eran los del grupo de Horacio, repitiendo constantemente cosas bastante obvias o interrumpiendo la clase.

La hostilidad de nuestra clase no pasaba desapercibida, pero estábamos tan acostumbrados a ello que ya no hacíamos nada para detenerla. No valía la pena tanto desgaste.


Selfishness over loveDonde viven las historias. Descúbrelo ahora