6. Los fantasmas no existen y nadie viaja en el tiempo

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Ha pasado una semana desde el episodio surrealista del San Juan. La calle está ardiendo. Bogotá tiene unas temporadas en las que hace más calor que en Cartagena y nosotros los rolos no soportamos mucho más allá de 15 grados cuando empezamos a derretirnos. Nicolás no me ha respondido las llamadas desde esa experiencia tenebrosa que tuvimos y no lo he visto en la oficina. Alejandro dice que se fue para la finca de la mamá y que no ha parado de beber desde entonces.

No es por nada pero a mí no se me ocurriría ir a encerrarme en una casita de campo en Villa de Leyva si estoy asustada porque tuve una experiencia paranormal; todo lo contrario. Pero ahí está la diferencia entre nosotros: mientras yo prefiero estar acompañada, él se encierra, apaga el celular, se emborracha, y seguramente ha llamado un par de amiguitas leyvunas. No me importa, me repito. Nosotros solo somos socios en este proyecto creativo de tomarle fotos a casas bogotanas, y ya ni eso. Hace más de dos semanas que no me acerco al centro. Ni siquiera al Parkway.

Por supuesto que estoy muerta de miedo, joder, es que qué fue eso que vimos, no sé, ¿una monja con cofia y una sala funcional en medio de un hospital abandonado? ¿Un banquete en la morgue del San Juan de Dios? Creo que el vino debía tener un poquito de LSD.

Tendré que hablar con Alejandro y pedirle que no vuelva a meterle cosas raras a la cantimplora cuando salimos, porque es que una cosa es es disfrutar un vino rosado barato y otra que el socio de una termine convertido en ermitaño en una cabaña como del Unabomber, a la que dicho sea de paso no me ha invitado, pero no importa, porque al fin y al cabo a mí él no me gusta y lo del beso en ese apartamento fue circunstancial.

La charla con Alejo se aplazará para la semana entrante porque mi querido amigo se fue a Medellín al bautizo de su sobrino, Lorenzo. Todas las mamás de mi generación quisieron ponerle un nombre "original" a sus niños y eligieron los mismos dos nombres: Lorenzo y Matías.

Como no tengo nada mejor que hacer, me lanzo a la calle hirviente de Bogotá. Sé que este sol picantísimo anuncia un aguacero más tarde, esta ciudad y su clima esquizofrénico, por lo que agarro mi paraguas, mi impermeable, y me lanzo a caminar. Me pongo los audífonos y a la altura del Parque Nacional empieza a sonar Hey there Delilah, un éxito de los tempranos dosmiles que me recuerda que soy la dueña de mi vida, que la ciudad que me vio nacer me protege. No estoy para fantasmas ni cosas raras. Los fantasmas no existen y nadie viaja en el tiempo.

Así que me voy a la Biblioteca Nacional, un edificio que me encanta y que, a diferencia del San Juan, está habitado, bien iluminado, desprovisto de fantasmas de monjas, de investigaciones y de cadáveres. Al menos que yo sepa.

Antes de entrar a la Biblioteca me tomo un granizado de café en el Tostao del parque Bicentenario. Esta es mi vista preferida de Bogotá, hacia arriba los cerros y hacia abajo la calle 26 con sus puentes y sus trancones... es la esencia de esta ciudad, podría pasarme la tarde entera viendo pasar a la gente en esta plazoletica, tan poco pretenciosa y tan bien situada. El calor sigue siendo insoportable pero ya se puede ver entre los cerros el nubarrón amenazante del aguacero nocturno. Cuando salga va a estar diluviando.

Este edificio me hace sentir como en la era temprana de los cómics, tiene ese aire a Ciudad Gótica de los edificios Deco más monumentales, imponente, frío pero tan coqueto, con esa pasamanería de madera, esas ventanas internas de las escaleras con bordes diagonales, ese recibidor... hasta el letrero de la entrada. Si no fuera por los murales de grafitti que tiene en el gran hall, pensaría que otra vez me transporté a los años treinta.

"¿Otra vez estás tratando de lamer las paredes?" Adriana, mi amiga del colegio que estudió restauración, no me dejará olvidar nunca el día que, en medio de un éxtasis arquitectónico y literario quise encontrar alguna huella de la historia en el olor de los libros y las paredes. Para ser una persona que se dedica al arte, Adriana tiene una vena muy poco romántica.

Una historia cursiWhere stories live. Discover now