Sábado 14 de junio de 1986
Querida Eunice.
Escribo para decirte algo importante. Pasé la frontera, estoy en Estados Unidos. Por ende, no podré ir ya a tu encuentro, de veras.
Mi hija es muy inquieta, como yo. Creo empezar a comprender las cosas por las que tú pasaste conmigo. Te entiendo. Ahora, seguro que estás soltando lágrimas de satisfacción, porque a pesar de que hice mal las cosas sabes que estoy aprendiendo la lección. Me pregunto si la historia se repetirá de nuevo.
Ya pasó otro medio año. ¿Cuánto tiempo más tendrá que pasar para que pueda ver tus ojos hundidos en lágrimas?
Siéndote sincera, no creí que llegaría a este momento; donde me compadezco de tu sufrimiento, donde experimento tu agonía.
¿Podría decir que te odio aún más? O por el contrario, ¿podría empezar a cambiar y sentir amor? ¿Estás sintiendo lo mismo que yo en este momento? Porque yo lo creo así. Nuestra conexión sigue igual de fuerte que cuando me fui de casa. No creo que me niegues lo que es irrefutable. Tú entiendes, mejor que nadie, lo que ha pasado entre nosotras.
Pero, aunque comparta todo eso contigo, no tengo el valor ni la fuerza suficiente para abrir mi corazón a lo nuevo y dejarle paso a un amor que posiblemente jamás será verdadero. Porque depende de tu perdón. ¿Será posible que reciba tu perdón? ¿Será posible que me trague el orgullo y florezca un nuevo inicio?
¿Lo quieres, madre?
Yo lo quiero. Pero no puedo tragarme el orgullo tan fácilmente. Sientes lo mismo.
De todos modos, madre, no importa nada de lo que diga. No existe tal valor ni tal fuerza en mi vida. ¿En la tuya sí? ¿Es eso lo que nos hace diferentes a pesar de todas y cada una de nuestras semejanzas?
No importa.
Porque éstas no son más que palabras vacías, palabras carentes de valor. Cuando te pueda decir todo esto frente a frente, entonces sí, hazme caso.
Basta de lágrimas.
Por hoy es suficiente para ti y para mí. Escribiré más seguido.
Dulces sueños.
P.D. Hoy es el cumpleaños número dos de Eulalia.
