Capítulo 1. La humana Lena

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   A la afueras de 96 kilómetros (30 millas aprox.) de Metropolis, se extiende una zona pueblerina con lagos que serpentean por el bosque lluvioso. Es un lugar tranquilo, templado y muy suave en invierno, sin embargo frío cuando te rodeas de árboles, sobretodo cuando tus manos sobresalen del suéter y tratas de tocar la pantalla de un celular.
   Hace más de diez años que Kara no había querido pisar la tierra de su pueblerino hogar, ella había salido corriendo en cuanto su madre había fallecido y su licencia de conducir era válida, no miró atrás mientras que su padre gruñón se perdía en botellas y cigarrillos baratos. Ahora, se encontraba una vez más dándole repetidas palmadas a su celular mientras no dejaba de pensar en el gruñido que sentía en la punta de su estómago.
   —Demonios. ¿Es en serio? ¿Justo ahora que te necesito? —el humo que salió de su boca pareció ser nada a comparación de lo acalorada y estresada que se sentía. 
   Mientras se rendía internamente, guardaba su celular en su bolsillo al no encontrar señal en la barra superior, cerraba su cremallera y observaba que con cada paso que daba se acercaba más a la vieja tienda de comestibles. Su pies tocaron el marco de la entrada, el hombre encargado decidió comentar al respecto de la visible frustración en el ceño de la cara rosada.
   —¡Buenos días, señorita! ¿Mal día o mala elección de lugar? —saludó el extraño al tiempo que acomodaba cosas detrás de su despacho. Su sonrisa de dientes salidos le recordó a Kara esas caricaturas de castores amistosos que solía ver mientras sus padres discutían en la cocina.
   —Mal día, supongo. —sonrió. Pasando de largo y tomando las chucherías que la mantendrían distraída.  Tan pronto como puso los sándwiches y golosinas en el mostrador, el hombre con cara de castor comenzó a cobrar.
  —Parece como si vinieras de paso. ¿Acaso es que sabes de nuestra espectacular Lena? ¿La has visto? —inquirió con un poco más de intensidad.
   Cuando el señor castor pronunció el nombre, la punta de su lengua raspó sus dientes como un gato hambriento. Su mirada señaló a la imagen borrosa colgada en una esquina, los rayos del sol provocaban un destello luminoso en los negros y grises de la loba impresa.
   —¿Quién es Lena?—pregunto Kara, no queriendo pensar en que fuera algún truco viejo de mercadotecnia.
   Los ojos del hombre risa de castor casi se salían y rodaban por el cobrador.
   —La gran loba negra. La líder de su propio sendero, su madriguera se encuentra en alguna parte cerca de aquí. Ando tras esa loba desde hace más de un año, cuando se puso precio a la cabeza de Lena, y se que caza en alguna paste al sur de por aquí, ¡ojalá supiera donde!
   —¿Por qué alguien habría de temer a un lobo? —preguntó, casi trastornada.
   —Son catorce con cincuenta. ¿Tiene armas, señorita? —una bolsa fue extendida de su parte. Kara la tomó, tanto como se removió con incomodidad, buscó el dinero en el bolsillo delantero de su pantalón.
   Quizás el carismático hombre sospechaba de la familiaridad de su rostro, pues mientras contaba, no paraba de mirar profundamente su rostro rosado por el frío.
   —Estoy preparada para defenderme. —aseguró Kara extendiendo el dinero, sin admitir que no portaba armas de fuego. Ella creía que todos eran inocentes hasta que se demostrara lo contrario, pero ese hombre, parecía tener más de un pensamiento. —Hábleme más de esa Lena.
   —Ninguna persona jamás ha logrado pegarle un tiro. Lena pude oler un arma a más de un kilómetro de distancia. Han encontrado venados muertos, trampas vacías y zorros por doquier, hasta personas, han desaparecido. Cuando la recompensa suba lo suficiente, la traeré. Ya verá.
   Kara sintió un gran alivio cuando recibió su cambio y salió de la tienda sin ninguna interrupción, tan solo deseaba no ser molestada, después de todo, no siempre se vuelve a una casa abandonada de un pequeño condado, será extraño para los vecinos verla iluminada por luces internas y ruidos domésticos. Ahora que, bueno, su padre había fallecido al igual que toda su familia.

   La tercera noche posterior a su llegada, Kara se sentó en cuclillas en el gran patio de su casa de su infancia, ya que, no soportaba el silencio que rebotaba en las paredes. Una fogata se extendía en el centro de alguna grava gruesa que le permitía extender todo su calor hasta su cuerpo, algunos troncos tradicionales a unos lados fueron suficientes para permitir que Kara se sintiera cómoda en esa posición. Rascó el costado de sus manos al fuego, tratando de conseguir un poco más de calor. Una hora después de que la Luna se hubo ocultado, observó que la Osa Mayor cruzaba su punto más alto del hemisferio celeste. Ni la más ligera brisa agitaba los altos árboles del bosque, pero por mera intuición, no por haber escuchado algún sonido o movimiento, miró hacia la oscuridad que dominaba el otro lado de la hoguera. Apenas en el perímetro exterior del haz de luz estaba la loba más grande y noble que había visto en su vida. Por el recuerdo de la imagen, debía tratarse de Lena, pues su pelaje resplandecía como la noche fría. La hembra miró a Kara con intensidad durante varios segundos, retrocedió entre las hierbas y después desapareció en una forma tan silenciosa como lo habría hecho un búho.
   Kara reconoció que la loba había mantenido la cabeza y la cola alzadas: una postura que no supone agresión. Además, su hocico negro permaneció cerrado y las patas juntas. Parecía estar sola, como había escuchado el primer día, aunque eso parecía poco probable para un espécimen de lobo natural. Después de eso, Kara decidió acostarse y envolverse en el saco cerca del fuego, lista para dormir, pero a medianoche los aullidos la levantaron como si de un susto se tratara.
   La primera semana fue abrumadora, ya que Kara fue descubierta como la hija de los Danvers, aquella que regresó después de tanto tiempo para tan sólo quedarse con la casa de sus difuntos padres. No es como que ella lo apreciara, ni lo quisiera. Habría preferido tan sólo rentarla o venderla, pero las letras en aquel papel que decían que era suya, no se lo permitían. "Lamento tu pérdida" decían todos ellos, ancianos y viejos amigos de su padre, "Cuanto has crecido" mencionaban otros posando una mano débil y temblorosa en su hombro. La casa del padre de Kara estaba sorprendentemente sin daños (sin contar el polvo acumulado de tantos meses), ella dudaba si en volver a llamar a aquella compañía que se encargó de limpiarla completa en su momento, fue costoso pero se había negado a pisar el lugar con manchas pegajosas, botellas o cenizas en el suelo, no contó con que ella evitaría el asunto por unos largos meses en los que el polvo se acomunaría sin piedad alguna. Ella misma terminó limpiando todo en esa primera semana, recordando viejas memorias de su adolescencia. Supo que fue suficiente cuando los costados de sus brazos le ardieron y una gota fiel camino por el rosado de su rostro. Salió a su patio como lo hacia todas las noches y apreció el chirriar de los pequeños animales nocturnos, llevó algunos sándwiches en una bandeja y los comió al frente de su fogata mientras su vista se quedaba fija en alguna llama.
   Aunque la séptima noche Kara había estado un tanto a la expectativa, sintió un hormigueo y un estremecimiento le corría de pies a cabeza cuando la loba, de patas negras, emergió lentamente de la oscuridad y avanzó decidida hacia el círculo de luz formado por la hoguera del mini campamento. Olió el aire cargado de sudor, se dirigió hacia el extremo opuesto del tronco, observó las llamas crepitantes y se sentó sobre las ancas. Las hogueras de los campamentos siempre han causado fascinación en los lobos y Kara ha interpretado esta curiosidad lupina como una agresión. Excepto por la respiración rítmica, permaneció inmóvil, como si fuera un ejemplar disecado de museo.
   No hay duda de que algo sucedió entre la loba y Kara cuando sus miradas, al fin, se cruzaron... un irresistible compañerismo acababa de nacer. Al tratarse de una hembra sin pareja, por ser su propia líder, ella creía que Lena era una entidad aparte de su especie, altiva, solitaria y reservada.
   Cada vez que sus miradas se encontraban, el entendimiento parecía ahondarse: un lazo que al principio parecía muy tenue pero que unía la brecha comunicativa entre especies.
   Aquella noche, Kara no hizo ningún intento de acercarse a ella. Después de una hora de comunicarse en silencio, la hembra se incorporó mecánicamente y, sin volver la cabeza, caminó despacio hacia la colina este del lago. Kara la siguió a gatas hasta que ella saltó el arroyo y se internó en el bosque.
   La tarde siguiente, Kara y Lena se sentaron cerca del tronco, a una distancia en que casi podían tocarse, y escucharon a la naturaleza: el trompeteo de un venado macho, el aflautando canto de un búho gris, el jaleo de los gansos por la supremacía del lago. Sus miradas se encontraban con frecuencia mientras seguían la trayectoria de las estrellas fugaces detrás de los delgados velos de la aurora boreal. Un día a finales de agosto, observaron el avance inexorable de la noche hasta las cuatro de la mañana en que empezó a clarear. No existe tranquilidad semejante a la de un amanecer en verano en la zona de los lagos de Midvale. Fue cuando una tarde soleada se marchitaba en la oscuridad, ella estaba esperando frente a la hoguera apagada de su patio cuando un cántico angustiado la hizo retirar su pequeño audífono inalámbrico, un aullido que se convirtió en un lloriqueo rabioso. Y ahí estaba la loba negra, exhalando mientras se quejaba a la lejanía, Kara se levantó curiosa pero al hacerlo la loba retrocedió casi inmediatamente como si de un susto fuera, Danvers lo entendió y se arrimó a la hoguera, donde esperaba fuera una invitación para la grande hembra. Ésta se acercó mientras un camino de rojo pigmentaba el pasto verde, Kara insistió una vez más levantado su mano lentamente, un brazalete de plata brillando en su muñeca, Lena retrocedió nuevamente, fue cuando Kara supo que la hembra estaba asustada.
   La rubia miró su muñeca y contempló la idea, cubrió la plata con la muñequera de su suéter, no insistió hasta que la loba se tambaleó durante una hora después, cuando finalmente se recostó y se derrumbó en el suelo. Fue impresionante ver como la piel pálida surgía y el espesor del pelo negro se transformaba en una silueta esbelta y limpia, a excepción del muslo chorreante de sangre, Kara no dudó en recubrir a la mujer con su suéter ligero de lana mientras se cuestionaba que hacer.
   Al final la cargó entre sus brazos y esperó que la humana Lena no se enfada con ella cuando despertara en el sillón de una casa con olor a vainilla.

Albus AmorDonde viven las historias. Descúbrelo ahora