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Era de noche.
Hacía frío.
Himari corría con todas sus fuerzas.
Estaba descalza, y no traía nada de abrigo.
Tras cada exhalada de aire, salía el vaho de su boca.
Le dolía el pecho.
El viento helado golpeaba su rostro sin misericordia.
Corría sin mirar atrás.

Se mantuvo a ese ritmo por varios minutos, hasta que ya había perdido de vista por completo la mansión de su familia. Corrió tanto que llegó al pequeño pueblo que se encontraba a casi un kilómetro de la morada familiar. Sus pies estaban helados y lastimados. Sus pulmones le dolían por el aire congelado, y se sentía exhausta de tanto correr. Pero la gota que colmó el vaso, fue cuando se clavó un pedazo de vidrio en la planta del pie. Comenzó a cojear hasta llegar al pequeño parque central. Se acercó con sus últimas fuerzas a la primera banca que vio, y se sentó allí para poder descansar.

Solo estaba vestida con un camisón, similar al de una muñeca de porcelana. Levantó su pie, para poder mirarlo de cerca. Tenía raspones y cortaduras por toda la planta de su pie, pero la que más destacaba, era la del pedazo de cristal enterrado en ella, sin contar la tierra y suciedad del suelo que se le había quedado impregnada en la piel. Intentó sacudirlos un poco para sacar el exceso de mugre, pero al hacerlo, se lastimaba aun más sus heridas.

Suspiró hondo, y exhaló lentamente. Tomó el pedazo de vidrio con suavidad, y lo extrajo velozmente. Ella quiso gritar, pero se mordió el puño para hacer el menor ruido posible. Ahora tenía una herida de un tamaño importante, completamente descubierta. La sangre poco a poco comenzó a brotar desde su pie. Himari no sabía qué hacer. Estaba entrando en pánico. Sabía que no podría continuar caminando si tenía una herida de tal magnitud al descubierto, ya que se infectaría sin problemas. También sabía que probablemente, su familia ya haya notado su ausencia, y haya comenzado el caos en la mansión. Pronto saldrían a buscarla, y si no se movía rápido, la encontrarían.

Ella comenzó a llorar de la desesperación. Tenía el estómago hecho un nudo, y sentía ganas de vomitar. Vio la oportunidad de huir, y la aprovechó. No pensó en nada más. Ni siquiera tuvo tiempo de armar algún bolso con lo mínimo e indispensable para poder sobrevivir. No tenía dinero, estaba sola, perdida, herida y con frío. De pronto, sintió la presencia de alguien más alrededor. Se asustó, y comenzó a mirar a los alrededores. Estaba oscuro, puesto a que el pueblo era bastante pequeño y pobre, no tenía demasiada iluminación, salvo por una farola que se encontraba a lo lejos.

- ¿Te encuentras bien? –Preguntó una voz masculina desconocida.

Himari miró a la figura parada frente a ella. Se secó rápidamente las lágrimas.

- ¿Quién eres tú? –Interrogó ella, con la voz entrecortada.

- Pues, creo que yo te he preguntado algo primero... -Le respondió la misteriosa figura, que luego se sentó junto a ella. –Mi nombre es Kurapika... ¿Quién eres tú?

-Yo soy... Himari... -Contestó la chica, mientras agachaba la mirada.

- ¿Y qué estás haciendo aquí tan tarde? -Su voz sonaba cada vez más preocupada a medida que se iba percatando del estado en el que se encontraba la chica.

Himari dudó unos segundos, y finalmente, decidió contarle la verdad. A pesar de haber sido una decisión apresurada, fue lo mejor que pudo haber hecho, y tampoco le quedaba alguna otra opción.

-Acabo de huir de casa... Y... Me he lastimado... No puedo seguir corriendo... Si me quedo aquí por demasiado tiempo, me van a encontrar... -Confesó ella, angustiada y con la voz temblorosa.

Kurapika abrió los ojos como platos. No conocía a la chica, pero sintió la necesidad de ayudarla. Se acercó a ella y la tomó con cuidado de los hombros.

Lay All Your Love on Me (Kurapika y tú)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora