El devorador de arte - Capítulo 0

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Por primera vez en la vida, iban a intentar matarme, y no de forma figurada precisamente.

Era tarde, llovía y llevaba tres horas intentando acabar una ilustración. Aquella mañana me había dicho a mí misma que no me acostaría hasta conseguirlo, e ilusa de mí, a las dos de la madrugada seguía insistiendo. En mi mente, la imagen del ser que trataba de plasmar era clara: dos cabezas reptilianas, colmillos largos negros, garras retorcidas y escamas grises. Un ser surgido de los mismísimos infiernos que babeaba copiosamente mientras aullaba.

Un ser al que le encantaba la sangre... que disfrutaba matando.

Un monstruo de andares grotescos que en los últimos tiempos se aparecía en mis sueños, y no precisamente en las pesadillas. Para mí, era una auténtica delicia tenerle de visitante.

Y precisamente estaba concentrada dando volumen a las escamas del cuello, resistiéndome a aceptar un nuevo fracaso, cuando alguien llamó a la puerta de mi apartamento. Las visitas nocturnas no eran habituales, pero de vez en cuando mi padre o alguna de mis hermanas venían a verme. Incluso algún compañero de facultad, aunque hacía ya tiempo que nuestros caminos se habían separado. Ahora era autónoma, trataba de ganarme la vida vendiendo mi arte, y por el momento no me iba bien.

No me iba en absoluto bien.

Claro que no todo el mundo podía ser un genio. Yo no lo era de momento, pero confiaba en que tarde o temprano triunfaría. En el fondo, todo era cuestión de esfuerzo... al menos en la teoría.

Agradecí la interrupción. Aunque no la esperaba, aquella llamada fue la excusa perfecta para soltar el lapicero y aparcar momentáneamente de mi fallida carrera. Comprobé por la mirilla que al otro lado de la puerta me aguardaba mi querido padre, Gabriel Batet, y le invité a pasar.

—Papá —saludé, plantándole un cariñoso beso en la mejilla—, no te esperaba.

—Hola, Bianca —respondió él con un tono de voz más artificial de lo habitual.

Sonó hueco; tanto que incluso me pregunté si no se habría resfriado. No lo parecía en apariencia, pero acostumbrada a su tono cantarín, resultaba extraño. De hecho, todo él parecía un tanto distinto. Tenía el pelo más rojo y despeinado de que nunca, las pecas encendidas y la sonrisa tensa. De hecho, diría que tenía los labios apretados sobre los dientes. Y su ropa... demonios, ¿acaso no le había tirado mamá esa horrible camisa de felpa a cuadros?

No era de extrañar que nos conocieran como los Wesley con Gabriel como jefe del clan.

—¿Qué tal, papá? ¿Quieres tomarte algo?

—Todo bien.

—¿Seguro?

Me siguió hasta la cocina, donde apenas tuve tiempo a sacar la cafetera del armario cuando percibí por el reojillo un movimiento raro. Mi padre estaba abriendo los cajones, probablemente en busca de las cucharillas. Eso sí, no acertaba ni uno. Abrió el primero, el segundo y, por último, el tercero, donde guardaba la escasa cubertería que les había ido robando del restaurante. Acercó la mano a las cucharillas... y de repente, con un rapidísimo gesto, arrancó uno de los cuchillos y trazó un arco horizontal directo a mi cara.

¡A mi maldita cara!

Perpleja, interpuse la cafetera, la cual logró impedir que me rajase el puente de la nariz. Retrocedí, desconcertada a la par que alarmada, y volví a alzar el metal con su segundo ataque. Y con el tercero. El cuarto, sin embargo, me alcanzó el antebrazo, donde me abrió un enorme corte.

El salpicón de sangre en el suelo me hizo reaccionar. Lancé un grito de horror, le tiré la cafetera a la cabeza y salí corriendo, sin entender nada de lo que estaba pasando. Gabriel Batet, mi padre, mi amado y venerado padre, estaba intentando asesinarme con el mismo cuchillo con el que aquella mañana había cortado el pan.

Con el que cortaba los filetes...

Estaba loco.

Definitivamente, se había vuelto loco.

Corrí hasta mi habitación y cerré la puerta, consciente de que con ello solo conseguiría unos segundos de ventaja. Inmediatamente después, me lancé al escritorio y abrí el segundo cajón. Al fondo, escondidos en una elegante caja de madera de sauce, tenía los tubos de ensayo en cuyo interior estaban las últimas pócimas que había conjurado. Aún estaban reposando, necesitaban más tiempo para que los ingredientes se mezclaran bien, pero dadas las circunstancias, no me quedó otra opción. Saqué una al azar y arranqué el corcho con los dientes. Acto seguido, escuchando ya a mi padre caer sobre mí a mis espaldas, la vertí sobre el dibujo del monstruo.

Mi padre cayó sobre mí como un oso de setecientos kilos, todo violencia y brutalidad. Seguía armado con el cuchillo, el cual hundió con agresividad en mi espalda. Buscaba matarme, era evidente. ¿El motivo? Bueno, mentiría si dijese que no le había dado motivos, pero oye, la familia es la familia y hay que respetarla.

O al menos eso se supone.

Me apuñaló varias veces la espalda, a la altura del hombro derecho, y con la fuerza de un huracán me tiró boca arriba al suelo, donde se alzó sobre mí dispuesto a darme la estocada final. Yo intentaba defenderme interponiendo los brazos, pero poco más. Nunca había tenido fuerza, ni la iba a tener ahora de repente. Además, era cuestión de segundos que la pócima hiciera efecto. Desde el suelo oía los trazos burbujear...

Y por fin, cuando estaba a punto de apuñalarme en el cuello, el rugido de mi bestia le interrumpió. El ser saltó desde el escritorio, compuesto de pura magia oscura, y se abalanzó sobre él, arrancándomelo de encima. Su tamaño era reducido, el estado de la fórmula jugaba en nuestra contra, pero era más que suficiente para que la primera embestida me permitiese coger aire. Me incorporé, contemplando la escena de la bestia deforme y a medio acabar luchando contra mi progenitor, él con el cuchillo, ella con las zarpas, y comprendí que, si no hacía nada, iba a morir.

Sí, iba a morir...

Joder, sabía que tarde o temprano pasaría, pero ¿así? ¿A manos del maldito jefe Wesley? Maldita mi suerte.

Lancé otro de los tubos de ensayo a sus pies. Ni tan siquiera había mirado cuál era: la elegí al azar. Por suerte, todas eran igual de letales. Con el contacto con el cuero, la mezcla empezó a hervir y las botas de mi padre a arder. Gabriel gritó, trazó un último arco con el cuchillo hacia los ojos de la bestia, obligándola a retroceder, y sacudió los pies hasta apagar las llamas. Acto seguido, furioso, volvió a clavar la mirada en mí... pero solo un instante. Mi mascotita volvió a cargar contra él y mi padre se dio por vencido.

—No pienso perder ni un segundo más con una fracasada como tú —me espetó.

Y dejando tras de sí un rastro de sangre muy oscura, mi padre abandonó el apartamento dejándome herida y perpleja en compañía de mi preciado y muy mal dibujado monstruo. Mi padre acababa de intentar asesinarme en mi propia casa... y curiosamente, lo que más me ofendía era que me hubiese llamado fracasada.

Ver para creer.



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NOIR - ¡Tres brujas!Donde viven las historias. Descúbrelo ahora