Capítulo 3. Mi rayito de luz

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Yeimy

Sentía un intenso dolor que empezaba en la parte baja de mi espalda, recorriendo todo mi vientre, amenazando con partirme en dos. Intentaba regular la respiración, así como decían en las novelas que veía mi mita, pero era difícil porque el dolor aumentaba en intensidad a medida que pasaban los minutos. Me removía incómoda sobre la diminuta camilla de la enfermería, temerosa de caerme al piso con un mal movimiento, pero era incapaz de estar en la misma posición, necesitaba caminar para eliminar la presión que se había instalado en mi pelvis. Alcé la vista cuando escuché como la puerta de la enfermería se abría, dejando pasar a Taína, quien me contemplaba con una sonrisa ladeada.

— Mamita, vas a ver que después todo va a merecer la pena. Tenés que ser fuerte por tu bebé, quiere conocerte. — Me susurró, pasando una hebra de cabello por detrás de mi oreja, limpiando varias lágrimas que escapaban de mis ojos. No entendía por qué todo el mundo decía que el dolor valía la pena, quizás para una mamá que ha estado esperando a su bebé durante meses si lo hacía, pero para mi, que este embarazo vino de imprevisto, para recordarme que había cometido el peor error de mi vida al enredarme con Carlos Cruz, no lo hacía.

— Duele mucho Taína... — Me quejé apretando su mano cuando una nueva contracción me invadió, provocando que soltara un quejido de dolor. Cada vez que tenía una contracción, mi cuerpo se tensaba, especialmente mi vientre, que se tornaba rígido, aumentando el malestar.

— Tú cuerpo se está preparando para traer al pelado a este mundo, se que duele, incluso puede que sea el dolor más intenso que vas a experimentar en toda tu vida, pero te prometo que se te va a olvidar en cuanto pongan el cuerpo del bebé en tu pecho. — Repitió las mismas palabras que me había dicho mi mita, pero no sentía ningún tipo de conexión con él, no era como las demás mamás que fantaseaban con el día en que conocieran a su pequeño retoño, yo solo quería ayudarlo a nacer y entregárselo a su padre, no quería ni podía tener una responsabilidad así, sólo tenía diecisiete años.

— No, no quiero verlo... — Afirmé entre quejidos y sollozos, apretando con fuerza los bordes de la camilla, hasta el punto que mis nudillos se tornaran blancos, debido a la fuerza que estaba ejerciendo. — ¡AH! — Grité con todas mis fuerzas, en el momento justo en que la doctora del penal entró por la puerta.

— Montoya, voy a revisar la dilatación del cuello del útero, no se mueva. — Me avisó antes de colocarse entre mis piernas, introduciendo dos de sus dedos en mi interior, aumentando la incomodidad en la parte baja de mi pelvis. — Está preparada para el alumbramiento, Taína márchese a hacer sus tareas. — Ordenó llamando la atención de la enferma que entró con toallas y una palangana con agua caliente. — Muy bien Yeimy, cuando sienta una contracción, llevé su barbilla al pecho y puje con todas sus fuerzas. — Me explicó observándome con una mirada compasiva desde su posición. Asentí sintiendo como el sudor caía por mi frente, estaba asustada, había fantaseado con el día de formar una gran familia, pero jamás se me pasó por la cabeza que sería tan pronto, y mucho menos encerrada en una cárcel de alta seguridad. Quería tener a mi esposo a mi lado, sosteniendo mi mano y emitiendo palabras de aliento, pero estaba sola, ni siquiera me permitieron que mi mita me acompañara, solo quería tenerla a mi lado, indicándome que lo estaba haciendo bien, que este intenso dolor pasaría pronto.

— Vamos a conocer a ese hermoso bebé Yeimy. — Anunció la enfermera, posicionándose a mi lado para sostener mi mano. Ladeé la cabeza, agradeciéndole el gesto, con lo que pretendía ser una sonrisa, pero me resultaba difícil cuando mi rostro se contraía por el dolor.

— ¡Puja Yeimy! — Me ordenó la doctora, cuando una nueva contracción se adentró en mi cuerpo. Hice lo que me indicó, pero en pocos segundos me sentía fatigada, por más que quisiera continuar pujando, la falta de aire en mis pulmones me lo impedía. Me dejé caer hacia atrás, sollozando, deseando que todo esto terminara de una vez por todas. — ¡Vamos no se detenga! Si lo hace es peor. — Intentó animarme, pero me sentía muy cansada, ni siquiera tenía fuerza para sostener la mano de la enferma, que limpiaba con un paño húmedo el sudor de mi frente.

Ganándome tú perdónDonde viven las historias. Descúbrelo ahora