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S U K U N A

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Rochelle corre tras Sukuna con sus tacones, y al cruzar un angosto pasillo, hacia la habitación del tributo, lo toma de la mano. Este se gira con un estruendoso chirrido de sus zapatos bajo el pulido suelo, y la mira con una expresión iracunda. 

—¡Te lo dije Rochelle, esto ha sido porque trajiste esa maldita carta aquí! —vocifera el de ojos rubíes.

La morena retrocedió un poco al verlo gritar tan de cerca. Sukuna sabía perfectamente que lo que decía no tenía sentido, y que solo era la rabia queriendo expresarse con cualquier tontería. Rochelle, por otro lado, estaba muy al tanto del mal carácter que a veces propinaba a ser del joven, pero sabía sobrellevarlo.

—Sukuna, sabes perfectamente que traer la carta, no tiene nada que ver con lo sucedido en la cosecha. Aunque no estemos seguros, ni siquiera tenemos la certeza de que... —el agarre brusco del más alto y la forma en que la adentró a la habitación, cerrando la puerta, hizo que se estremeciera—. ¡Sukuna! 

Replicó la de morena piel, al ver como él la había encerrado en el cuarto, cortando su diálogo de golpe. Por supuesto, ambos eran conscientes de que nadie debía escucharlos. Entonces, Sukuna crispó sus manos y elevó su barbilla de forma amenazante. 

—Dame la carta —señaló con un tono grave.

Ella apretó el borde de la manga de su camisa, dónde aún llevaba guardada dicha. 

—No, Sukuna. Esto es lo único que dejaron tus padres sobre tu origen y la explicación a lo que pasó, no puedo permitirlo.

Él, consecuentemente, apretó sus puños, incapaz de hacer nada con la rabia que lo había atrapado entre sus fauces ardientes. —¡¿Por qué de entre todas las personas que podían estar en mis malditos juegos, tenía que ser alguien como él?! 

Rochelle apretó sus manos, y frunciendo su expresión, podía entender lo que cruzaba su desalentado corazón. —Pase lo que pase, y sea quien sea, yo estaré a tu lado, kuna. Puedes desahogarte todo lo que necesites, porque aquí estoy. Junto a ti.

Cerrando sus ojos con fuerza, Sukuna respiró hondo, unas cuántas veces, para con ello, acudir a los brazos la chica, con la intención de abrazarla. Las manos grandes temblaban tras el calor de la ropa, en la piel morena.

—Lo siento roch, no quería gritarte —soltó, clavando estas últimas en la ceñida espalda. 

La chica mostró aflicción ante las reacciones del chico, y comprendiendo el manojo que debería estar experimentando, lo abrazó también. Sentía que podía escuchar sus pulsaciones; su bombeo danzante, herido, apagado, atormentado. 

Rochelle había leído y releído muchas veces su rostro y su cuerpo, como las frases que le gustaban en los libros. Pero, sobre todo su rostro. Lo repasaba, pensando bien en lo que callaba; lo que ocultaba.

Aquel que durante las transmisiones se había enturbiado. Denotando cómo en sus ojos rojos toscano había constatado la alarma que tan a menudo encontraba en sus presas; en los cervatillos del bosque que se ofrecían para ser su cena.

Sabía que detrás de toda aquella ira, había un terrible miedo por haber encontrado al joven de tan idéntico rostro al suyo. 

Despacio, Rochelle veía si tentando el tiempo, este relajaría su temple y su corazón agitado. 

¿Qué debía hacer Sukuna ante el inesperado desespero que surcaba su cuerpo? ¿Abrir al mar la estancia de la muerte? ¿O enterrarse entre la arena y probar que fue agua este humano desierto? Con destiempo, hundió más su rostro entre el hueco del cuello y hombro en la morena; recargando mucho de su peso en ella.

𝗧𝗛𝗘 𝗛𝗨𝗡𝗚𝗘𝗥 𝗚𝗔𝗠𝗘𝗦, sukuna y yujiDonde viven las historias. Descúbrelo ahora