XV. En la vida no hay premios ni castigos, sino consecuencias

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Las cintas de nanotubos debían tensarse hasta alcanzar la rigidez absoluta y, acto seguido, ir subiendo a medida que caía el contrapeso, lo que convertía el ascenso en un movimiento mucho más delicado y que llevaría más tiempo completar que cuando descendía al filtro. Por lo que Raidna incumplió una de las normas de seguridad y cogió un puñado del mono de Erak para que no tuviera que estar aguantando ese mareo que le obligaba a mantenerse en una postura tan retorcida.

—Ya casi estamos —le dijo, aunque no le miró.

Con suerte, la dureza del obelisco no los haría verse involucrados de vuelta en los infortunios del exterior; dónde, una vez cogido el ritmo, terminaron contemplando a Maryam sucumbir finalmente al amor de la otra madre eslangevoda. La sangre se esparció en el mar como una flor abierta antes de que la tenaz sobreviviente la atravesara cantando una melodía que atrajo a sus dos crías bajo su morro. Lo tenía recubierto de mordeduras. Las pequeñas también aparentaban estar maltrechas. Una de ellas nadaba de lado; quizá a falta de sus tentáculos, teorizó Kellernam.

«Pero están vivas», se relamió los mocos que le goteaban de la nariz a la boca; sin apartar la vista, hasta que Marle se desmayó y tuvo que hacer maniobras para mantenerlo alejado del vidrio, que, al poco de mostrarle a Kellernam el cadáver destrozado de la eslange flotando hacia la superficie, quedó en el olvido. Mismamente, las compuertas en el nivel cuatro, que se abrieron demasiado rápido y no dieron lugar a la joven a procesar que tenía que salir pitando.

En un estado de confusión, se colocó tentativamente a cuestas al oficial de sobrecargo mientras se daba ánimos internos para dar el primer paso. Sin embargo, AME5 la interrumpió con una especie de migraña aguda que le hizo estrechar más de la cuenta al médico.

«Espere» o «Error» fue la única palabra que le entendió. Las compuertas regresaron a su sitio y, con ello, el agobio, a pesar de las molestias. No obstante, el sonido de maquinaria logró apaciguar tanto aquella sensación como el ruido blanco que le había quedado dentro de las orejas.

Estaba claro que, en esta etapa, el Autómata ya hacía mucho más de lo imposible porque, aún extrañada por lo uno y lo otro, Raidna recordó el simulacro que las obligaron a pasar otra vez durante su primera semana en ARGO. Todo eso que escuchaba debería haberlo hecho antes de su llegada al nivel cuatro.

Al devorar los pasadizos restantes, el obelisco unió las porteformas de lanzamiento móvil que, de igual manera, salvaguardaban la parte motora de los botes salvavidas, y seguidamente los trasladó al central —que también poseía su propio par—, dónde los intercaló a la perfección con los conductos de entrada que le sobresalían de los costados. Raidna se los encontró abiertos una vez las compuertas volvieron a cederle el paso. Algunos estaban iluminados de forma leve, dándole a entender que la pelea podría haber escalado allí, pese a que, tras las chapas que le daban el aspecto de una esfera simple, lo recubría una triple capa de vidrioro.

«A no ser que en el momento en el que esa criatura atacó a Dus... No. Nos habría informado... ¿No?».

Se arrastró con Marle al más cercano. El conducto, al ser un apéndice blando, se sumió bajo su peso y los tiró, despertando al médico que se deshizo en babas sanguinolentas sobre el cilindro. Raidna consiguió alzarles de nuevo, y, en un esfuerzo extra, lograron traspasar la esclusa de aire y activar los radares que el Autómata había puesto alrededor. Se encendió el control automático.

Cada bote poseía dos únicos asientos entre el suministro de agua potable y el armatoste que indicaba la presión, la temperatura y la posición orbital en la que se encontraban tanto ellos como el resto de cuerpos celestes de su sistema.

Con la interminable ayuda de la chica, Marle se estiró en uno de ellos. Y luego ella fue yendo y viniendo por la cabina con diferentes utensilios que sacaba de los armarios acolchados y que, incluso con los ojos guiñados y las manos temblorosas, no dudó en usar con él una vez le ató parte del cuerpo. Le colocó un pequeño cojín detrás de la nuca. Del pesado botiquín, extrajo el cauterizador, y le advirtió de que le iba a doler mucho después de calentarlo lejos de él con un mechero portátil en el suelo; para su gracia, pues era consciente de que su debilidad se lo llevaríaantes de que pudiera enterarse de nada. Al rojo vivo, Raidna introdujo por la herida el metal del aparato, y este le coaguló la sangre y le destrozó el tejido hasta convertir su herida en una espantosa cicatriz que, si sobrevivía, se vería obligado a enseñar a cualquier curioso. Y, a continuación, la especialista cubrió el resultado con un apósito y un paño que apretó con la última correa a su alrededor; le metió completamente en la bolsa recogida al final del sitio. Lo mismo que tendría que hacer consigo después de retroceder sobre sus pasos y ordenar las cosas de las que el control automático le estaba advirtiendo desde el techo. Ahí también habitaba una radio de la que, ¡vaya!, no fluyó ningún sonido ni cuando se estrelló en su correspondiente lugar, bien pegado al de su compañero.

—Despegue inviable. Despegue inviable. Despegue inminente —dijo el bote con la voz más monótona de AME5, lo que le trajo a colación un tema en el que no se había molestado.

Paseó los dedos por su superficie. Los cables le causaron un sobresalto al adherirse al asiento. ¿Le haría algo tener eso durante la propulsión?

Lo cierto es que ya no tenía tiempo, ni ganas, para no imaginar que AME5 no lo había previsto. Así que arropada dentro de la suerte de saco, respiró hondo al oír la cuenta regresiva llegar a cinco. Fue en ese segundo cuando comenzó la acción. La portaformas de lanzamiento se hundió en un ángulo de cuarenta y cinco grados, dando paso a que los motores principales se encendiesen a cada costado para así aumentar su potencia al máximo y extraer con pequeñas detonaciones los pernos que lo sujetaban a dicha porteformas de lanzamiento, y poder catapultarlo a la salvación.

A los seis segundos, los motores restantes acompañaron a sus hermanos, activándose uno al lado del otro, y la cabina se balanceó hasta que los supervivientes quedaron casi oprimidos en el interior de sus sacos.

Raidna no se atrevía a abrir los párpados.

Marik, repantingada en la sala de telecomunicaciones, tampoco. El fracaso la dominaba demasiado. Sus intentos de comunicación habían resultado infructuosos. Aunque si la agencia había hablado de veras con Layton, y esos dos conseguían su objetivo, era posible que acabaran enviando un equipo de rescate al que ella ya no tendría acceso. Con la cabeza apoyada en el marco de la mesa, el agua le llegaba casi al pecho. Su cara y heridas habían empezado a desistir a la congelación, y AME5, atrapado y loco en su propio cuerpo empotrado a la pared, le seguía hablando con voz distorsionada o cantando a través de Murmur; de los sonidos de las eslanges —si es que estos no atravesaban ya los débiles muros de la instalación—, como si nada la estuviera alcanzando.

«Oh, mis dioses», suspiró al sentir los temblores; al compararse, por un momento, con aquel ser inhumano que tanto sería su castigo como su compañía —junto al ineficaz recordatorio del cadáver de Shanley, que flotaba enfrente suyo— antes de la Nada que le esperaba a todos y cada uno de los maratherdianos. Una Nada indigna y degradante que no podría desmentir, ni recrear. En la que ARGO se perdió al fin tras desprenderse su obelisco.

Al detectarlo como una vía de escape más rápida y, de igual forma, factible, el armatoste cambió ligera y horizontalmente el rumbo. El bote atravesó las grietas que quedaron en el hielo; viajó por las —más pacíficas que de costumbre— nubes de tormenta, dónde recuperó su trayectoria inicial hasta alcanzar las capas más altas de la atmósfera. Y, después, se preparó para salir de la órbita. Detuvo los motores principales y encendió dos pequeños impulsores que aceleraron su velocidad con la ayuda de sus alas, recién desplegadas —asegurándose de paso de que los radiadores eliminaban el exceso de calor de la esfera—. Y una vez llegó a los veinte mil kilómetros por hora, activó los motores por última vez —de momento— a trescientos kilómetros del planeta, y entró así, a la par que esquivaba algunas de las lunas más cercanas, en la órbita que los llevaría a casa.

El bote se mantuvo gravitando de un modo imperceptible. Raidna esperó unos instantes a entreabrir los ojos muy despacio. Como era obvio, el dorado se había ido desenganchando durante el proceso de expulsión, y ahora separado de ellos y los mandos se observaba el tranquilo espacio. La demostración de que lo habían hecho. La doctora no sabía qué debía sentir más allá del cansancio. Quizá una maquinal preocupación por el médico. Le echó un vistazo, pese a que el repentino destello de Tyreus por poco se lo impidió. Deseaba que estuviera dormido. Igual que ella cuando regresó al frente y se encontró con el perfil resplandeciendo en colores de Dusanne reflejado en el vidrioro.

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