XII. Muerta la belleza, retorna el negro caos

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Oh, sí.

Había oído esa historia muchas veces. Sin embargo, en ella jamás se murmuraba lo siguiente.

Se vio corriendo de forma torpe entre los pasadizos del nivel tres hasta alcanzar el ascensor. Daphna Marik la perseguía, diciéndole que por su culpa iban a morir todos. Pero la chica no podía seguir quieta escuchando. Se apegó a las compuertas como si no existiese el peligro y las empezó a abrir manualmente con un sobreesfuerzo que casi le partió la piel y las uñas de los dedos. Apenas pudo atravesarlos por la pequeña hendidura que había conseguido cuando Marik reapareció físicamente, a la carrera, y con el arma anestésica apuntando hacia su cabeza. Ella estaba demasiado concentrada en su labor para rendirse y esquivarla. Por lo que, incluso a esa distancia, la bala le atravesó el cuello sin problemas. Su frente chocó contra sus propias manos, que se quedaron encalladas entre las dos mitades de la puerta, y luego cayó entera al suelo, como si rezara.

«Supongo que la fama de la capitandante no estaba subestimada», pensó la verdadera Raidna, inerte a un par de metros de ambas. Ni siquiera parpadeó al ver como le disparaba. En fin, era Marik. ¿Qué creía la Raidna del pasado que iba a ocurrir?

«Aunque, en vista de los acontecimientos, esto bien podría haberlo hecho cualquiera...», se recordó a su vez, al tiempo que observaba las acciones finales de la capitandante.

Marik se aproximó al trote, por poco agachándose sobre su espalda, e hizo ademán de ayudarla, antes de que se le pasara por la mente una idea que la doctora consideró macabra. ¡Y eso que no sabía lo que haría! Pero, bueno, la respuesta a que pensara tal cual continuaba siendo la misma: el instinto de supervivencia de su capitandante era muy superior al de todos los demás, y por ello había llegado adónde estaba. Y podía ordenarle a AME5 que abriera la compuerta desde la rendija, y dejarla caer al vacío sin ningún tipo de remordimiento en la mirada. A pesar de las dubitaciones del robot, que estaba atado a leyes ajenas del mismo modo que los demás.

—Prepara la sala médica para la doctora Kellernam —le ordenó Marik antes de que sonara una nueva alarma—. Y no des información de lo sucedido a nadie que no sea yo, ¿comprendido?

—Perfecto, mi capitandante —respondió en esta parte, mientras abajo, Raidna vio con sus propios ojos como no había dejado de llamarla por su nombre desde el momento en que se había estampado. Como un niño que acababa de conocer la muerte por vez primera. O sentirla, de hecho, pues esa Raidna se estaba desangrando en sus mismísimas entrañas. Natural en una herida como aquella; del tipo escandaloso al ser de la cabeza, diría el oficial.

«Lo normal proviniendo de una», contestaría ella.

No comprendía su vida posterior después de semejante cosa, si desde su lugar estaba claro que su cráneo se había partido de la misma manera que su corazón: en mil pequeños pedazos de amargura y decepción. Aun cuando era consciente de que esa Raidna continuaba respirando. Como su amiga Mungo, de la que, de pronto, se superpuso una imagen en la que temblaba tanto que parecía estar a nada de implosionar en una calamidad terrible. Y lo hizo, pero con la boca; soltando venganzas sinsentido hasta que la imagen falló y todo volvió a la oscuridad de antaño. Al menos, por unos momentos.

La memoria de AME resurgió dividida en varias primas triangulares a su alrededor, y Raidna tuvo que estar fijándose en todos para no perderse procesos de los que no tenía idea tampoco.

«Vaya novedad», se dijo internamente, sin humor, aunque lo intentara.

A la izquierda había una operación intrincada por parte de la máquina, cuyos brazos la sujetaban para tener un acceso total a su cabeza. Y en la de al lado, Marik y sus lameculos favoritos la obligaban a tragar pastillas una vez despierta. En la de al lado de al lado era todavía peor, porque unos cables vivientes rodeaban el ahora cadáver de Mungo para colocarle lo que quedaba de la cría, como si se tratase de un disfraz de aquellos, de los que utilizaban a veces en las fiestas que organizaba el gran príncipe Sitri, de Caacrinolas. Lo cual, al compararlo, hacía la situación el doble de asquerosa, aun si Raidna no reflejaba tal cosa.

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