Marle tuvo suerte de que AME le hubiera puesto las gafas a Kellernam. Se las quitó con delicadeza —eran resistentes; no se habían torcido o roto ni después de tantas emociones, si es que se le permitía ser sarcástico en un momento como ese—, y en sus manos, ajustó la luz que emitía el puente al máximo. No pensó en su ojo izquierdo porque se terminó deslumbrando. No obstante, dejando atrás ese infortunio, al menos ya pudo ubicarse un mínimo dentro de las tinieblas.
¿Piloto? Hecho un ovillo a su espalda. El dardo tranquilizante se le había atravesado y fundido en la misma cuenca que a él parecía faltarle. Sin embargo, su respiración seguía estable.
¿Raidna? Consigo, por supuesto. No se atrevía a moverla ni un milímetro más; no era lo recomendable con esa herida en la cabeza. Bastante había hecho a causa de su sorpresa y a fin de poder darle alguna posibilidad de supervivencia.
Pero para que eso ocurriera sí tenía que darse prisa.
Hizo acopio de valor para no quedarse atrapado en ningún miedo que se le pasase por la cabeza.
«Todos los ligeianos poseen valor, ¿no?», se dijo al ponerse de pie.
Un error. Los dolores, hasta ahora tolerables, que Marik le había regalado le provocaron náuseas y mareos. Culpa suya, lo reconoció enseguida, mientras se alejaba lo suficiente de la especialista para vomitar el desayuno —la leche de nuez que le gustaba a Raidna— entre los restos de arena, ceniza y muerte. Arrugó la nariz al olerse a sí mismo y a la cría, ahora a pocos pasos de su persona.
«No debería tener un olor tan pútrido todavía. Pero, quizá, la sangre... O cuando Raidna...».
Prefirió dejar de lado los sobreanálisis.
Apuntó las gafas hacia arriba: Shanley continuaba esperando su rescate. Las giró hacia dónde estaba el oficial: el conjunto de correas que iba a utilizar para cumplir con el susodicho rescate, abandonadas a metros de su cuerpo inconsciente, junto a un par de guantes y calzado geco.
—Ya tienes una idea, ¿no? —le habló nuevamente el duque a través de su memoria.
El día que se lo dijo fue durante uno de sus primeros entrenamientos. Fue tan brutal que él y otros veinte niños acabaron tirados y adoloridos en la arena de uno de los patios de palacio, con la piel morada bajo el sol abrasador de Arcasia, y los insectos alimentándose del sudor de su cara. No muy diferente a lo que la capitandante le hizo, pese a haber resistido gracias al shock.
Y a él no se le ocurrió otra cosa que pensar una estrategia que su patrón pareció oler a distancia. Una señal de aviso para ni siquiera intentarlo. La misma que le gritaba que Marik aparecería en cualquier momento a destruir sus esperanzas, desde que se atrevió a herir a Piloto.
A pesar de dirigir la luz hacia la entrada, esta no consiguió iluminar nada allí. Y la ansiedad terminó haciéndole vacilar una vez más.
—¿Qué he hecho? —se susurró a sí mismo, tanto en el pasado como en el presente—. Esto no va a terminar bien.
Se frotó el índice izquierdo, manchado con la sangre de Raidna, contra el derecho. ¿Quién le decía que al final el resultado no sería el mismo, hiciera lo que hiciese?
—¿De qué valdrá semejante paripé si no lo logro?
La risilla cavernosa de Eligor, que solo aparecía con él o cuando tenía una buena lucha entre manos, acrecentó sus dolores de cabeza. Se lo imaginó en la oscuridad de enfrente, diciendo que él ya sabía su respuesta y que lo único que deseaba era descargar la responsabilidad de sus actos como cuando vivía en las tierras, dado que los rumores eran verdaderos.
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Hundidos
Ficção CientíficaBajo las aguas del mar de Thanis se encuentra ARGO, una instalación construida por una inteligencia artificial que proporciona toda la ayuda posible al equipo que investiga las extrañas criaturas del planeta. Sin embargo, las cosas no están de la me...