V - TA-HERET

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El segundo día del mes séptimo, luego de diez años de un riguroso entrenamiento y educación, y tras veintisiete días de cumplir los veintisiete años de edad, el aun joven Magnus Aequor Skylos, "Pater Maris" y vigésimo Dios Emperador de Thalassía, pisó por primera vez la árida Ta-Heret, la llamada tierra que quema, y conoció a Ikari... la diosa de los taheritas.

«Sobre los Emperadores antes de mi» por Mar «Brazo Quemado».

Dios Emperador de Thalassía.

El aire era seco.

Esa fue la primera diferencia que llamó la atención de Aequor.

En cualquiera de las provincias de Thalassía; desde las frías Nordthala y Hvalrlandia en el norte a las soleadas costas de Salathia y Veneria en el sur, la refrescante brisa marina era una constante. Una suerte de recordatorio de la buena fe que existía entre el mar y el viento. En Ta-Heret, sin embargo, la brisa era tan escasa como lo era de ardiente el sol.

Aequor, con los ojos cerrados, inspiró.

Ahora solo se sentía un olor a cenizas, tierra y sudor, tendido en el aire como un monolito en medio del mar. Un acre aroma mezclado por el traquetear de las ruedas de los carros y el gruñir de las bestias que los arrastraban tierra adentro, cada vez más hondo entre las sucias calles del nomo taherita de Shemau. También llamado, las cenizas, que era lo que significaba la palabra Shemau en la lengua taherita. Cenizas.

El nombre, desde luego, encajaba a la perfección.

Markus había dicho que Shemau era una de las provincias más grandes de Ta-Heret y, también, una de las más pobres, algo que saltaba a la vista. Con sus deteriorados edificios, sus sucias calles y sus caminos llenos de baches Shemau le había sorprendido para mal. Habría sido vergonzoso que su pueblo temiera al dios de un territorio tan miserable con el que había visto fuera del carruaje.

«Hablaría muy mal de nosotros.»

Tanto su propio carro como la docena de carros de la guardia imperial que le escoltaban eran tirados de caballos, sin embargo, el puñado de carros que escoltaba a los suyos, unos seis, era arrastrado por criaturas muy distinta. Un grupito de esbeltos dragones sin alas que, guiado por una tropa de indisciplinados soldados cenizos que mascullaban obscenidades en su lengua natal, se movía con la destreza entre las calles llenas de mendigos, mercaderes y prostitutas a los que, si ponía un poco de atención, podría escuchar.

Aunque no sus plegarias; desde luego.

Aequor estaba muy seguro de que, si aquellas gentes oraban no era a él. Él no era su dios y lo primero que se había propuesto aprender durante los últimos diez años era a controlar esas plegarias que, salvando casos muy excepcionales, ya no se metían por la fuerza en sus pensamientos. Aun así; era un inmortal y, como tal, sus sentidos eran muy superiores a los de cualquier hombre por lo que, si cerraba los ojos y se concentraba, podía escucharlos.

Escuchaba a los escoltas cenizos que dirigían los carruajes, a los nerviosos transeúntes que murmuraban al ver pasar los carros y, si ponía más atención, escuchaba los murmullos de sus hombres que, desde los demás carruajes, se mantenían en guardia. Preparados para cualquier ataque.

Aequor no los culpaba.

Shemau estaba lejos de ser una de las provincias más poderosas de Ta-Heret, pero todos sabían que muchos de los bastardos de Fuoco Nieve Negra se escondían en esta provincia que parecía olvidada por todos los dioses, incluso, por el dios supremo de Ta-Heret. El poderoso Freuerer; Ikari.

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