Aequor no sabía cómo sentirse.
Lo normal habría sido sentir alivio. Alivio de dejar finalmente el sofocante interior de aquel hibrido entre palacio y volcán, abandonar aquella árida tierra y volver a casa. Sin embargo, el ambiguo resultado de las negociaciones con Ikari le mantenían insatisfecho.
La vista a los pies del volcán era inmejorable. Desde los balcones de Kherketu el contraste entre la luminosidad de las calles y el oscuro cielo nocturno se apreciaba con facilidad, separando cielo y tierra de una forma que Aequor no había visto en otra parte. Pero desde abajo el espectáculo era diferente. Al alzar la vista se apreciaba un cielo despejado. Libre de nubes, pero cubierto de más estrellas de las que ningún hombre tendría oportunidad de contar. A unas diez zancadas estaba el anillo; emanando finos cordeles de vapor y humo que conferían a la ciudad ubicada del otro lado del caudal una mística similar a la que una bata de seda confiere a la silueta de una amante.
"Incluso un país como este sabe valorar las cosas bellas" pensó admirando la hermosa vista. Una belleza que, seguro, habría podido apreciar mejor si sus pensamientos no volvieran repetidamente lo mismo. A Ikari.
El viaje había resultado confuso en más de un sentido. Los senadores le habían advertido que era una empresa absurda. Que el ejército taherita acudiría a su encuentro para impedirle avanzar, que los mestizos del "nieve negra" saldrían de sus escondrijos para atacarlo y que, en su orgullo, el nuevo dios de los cenizos, se uniría a ellos para echarlo de sus dominios, o algo peor.
Sus hombres se habían pasado cada minuto del viaje preparados para un posible ataque. Vigilantes a cualquier nube de polvo en el horizonte o cualquier figura en el cielo que pareciera demasiado grande y amenazante para ser un pájaro. La mayoría de sus hombres, de hecho, permanecían en guardia. A simple vista parecían serenos, sin embargo, solo bastaba una mirada algo más atenta para notar su impaciencia. Sus ansias porque los criados terminaran de preparar los carros y dejar finalmente aquella tierra.
"No los culpo. Hermoso o no este no es ningún lugar seguro" se dijo rotando el anillo de su dedo índice. "Ni siquiera para mí."
Incluso Markus y Thalasius habían intentado convencerlo de optar por un plan mucho más prudente que adentrarse sin aviso en territorio enemigo. Un territorio en donde habría podido suceder cualquier cosa.
"Y sin embargo... no pasó nada. Nada más exóticos platillos, bellas vistas y palabras vacías".
Ikari había superado todas sus expectativas. Pasando del guerrero fiero y sanguinario que había imaginado, a una beldad de agradable trato, modales elegantes y palabras tan dulces como imprecisas. Markus se paró a su lado.
—Veo que las negociaciones no condujeron a nada —murmuró destapando su botellita de licor.
Aequor; con la mirada aún fija en el horizonte, asintió.
—Dijo que no debo preocuparme por ella, ni por su ejército. Pero que no tiene control alguno sobre el ejército medio-mortal del "nieve negra"—esbozó una sonrisa—. Menuda oferta, ¿eh? Es como si un hombre dijera que no debes preocuparte por sus puños ni su espada... pero que nada que le impide clavarte un puñal en el vientre.
—¡Bah! No te inquietes por eso, mi señor... —murmuró Markus antes de dar un largo trago. Arrugando el semblante y largando un suspiro de satisfacción—. Después de todo nada de lo que te haya dicho significa gran cosa. No hay cosa más inconstante que las palabras de una mujer. Mucho mas si hablamos de una hija del fuego.
Aequor no respondió. En el fondo esperaba que Markus estuviera muy equivocado. Si; las mujeres eran excepcionalmente hábiles para disfrazar sus verdaderas intenciones, pero sería un alivio que, por una vez, el nuevo dios del fuego no resultara ser un peligro. Que solo quisiera ser dejada en paz para disfrutar de su reinado, beber licores exóticos, vestir hermosas ropas y gozar con algún amante por las noches. ¿Tendría algún amante? Era imposible que una mujer así no tuviera una larga lista de pretendientes. Alguno tendría que ser su agrado... ¿O no? Tenía toda la pinta de ser el tipo de mujer que disfrutaba más de sus pretendientes cuando los rechazaba.
Claro que las apariencias no siempre eran fiables. Ikari parecía tenerlo todo, pero nada evitaba que, en el fondo, fuera tan ambiciosa como el más avaro de los mercaderes. Las personas siempre querían más, especialmente, las mujeres. Al menos era eso lo que Markus decía siempre. Personalmente Aequor no había confirmado esto, al menos, no del todo. Estaba demasiado ocupado gobernando para responder a todas las jóvenes que buscaban sus atenciones y...
Aequor se volvió. Girando sobre sus talones, alzando la vista y sobresaltando a sus hombres. Que se llevaron las manos a la empuñadura de sus espadas. Alguien estaba observándole.
Allí; en lo alto de uno de los balcones tallados a los costados del volcán, estaba ella. Observándolo con una expresión curiosa y depredadora. Lejos. Demasiado para ser vista por ojos normales, pero lo bastante cerca para que Aequor la identificara sin problemas. Con los ojos entornados, el rojizo cabello hondeando al son del viento y una sonrisa arrogante, Ikari se llevó una mano a la mejilla y lo miró a los ojos. Con una intensidad tal que Aequor no se sorprendía de haber sentido esa mirada pesar sobre sus hombros.
"Hasta luego... Iret nefet"
Leyó Aequor en los labios de la diosa. Su vestido era mucho menos formal. Blanco cual marfil, de telas transparentes que permitían hacer algo más que imaginar las formas de su figura y una falda que se terminaba medio muslo por encima de sus rodillas. Desnudando sus largas y elegantes piernas, sus pies descalzos y la cadenilla en sus tobillos.
—¿Dios emperador? —la voz de Markus lo sacó de su trance—. ¿Está todo bien?
Aequor asintió. Sintiendo un leve toque de vergüenza al advertir el nerviosismo que había ocasionado en sus hombres.
—Si. Solo observaba algo.
—¿Algo peligroso?
Aequor extendió su palma en dirección hacia el anillo.
Un crujido salió del ardiente caudal de lava y, un segundo más tarde, la lanza Tiburón, arma heredada de los dioses de Thalassía, esa que había arrojado al llegar, salió del torrente y voló hasta su mano. Aequor apretó el arma. Sintiendo el calor que, poco a poco, iba desapareciendo. Y el arma pasaba, del rojo vivo, a sus habituales colores oscuros y acerados.
Las quemaduras serian lo de menos. Sanarían rápido. Sin marcas ni problemas de ninguna especie.
Todas menos las que ella te haga... se dijo a sí mismo. Mirando a los ojos de Ikari y obligándose a recordar que aquella mujer era el enemigo. Un enemigo que, lentamente, le sonrió, guiñó uno de sus ojos y se volvió. De regreso al interior de su palacio.
—Aún no lo sé, Markus...—respondió Aequor con una sonrisa—. Aun no lo sé. Pero lo descubriré.
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SOBERANA DE FUEGO
FantasyDurante miles de años los marinos de Thalassía y los Cenizos de Ta-Heret han sido enemigos mortales. Tan incapaces de entenderse como la venganza y el perdón. Por miles de años sus dioses se han odiado con furibunda pasión, arrastrando una rivalida...