VII - BALANCE - PARTE DOS

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Génesis conocía el mundo.

La mayoría de inmortales distinguían entre el mundo de los dioses; en donde estaban los reinos inmortales de Thalassía, Ta-Heret, Yantu, Lwazi, Blutland, Vindheim y Yantu, y el mundo de los humanos, donde había más reinos de los que valía la pena recordar. Pero, para Génesis, diosa del orden y la vida, reina de los dioses y soberana de los inmortales, aquella distinción carecía de sentido. Para ella, ambos mundos, mundos que conocía, que sentía y sobre los que, de una forma u otra, gobernaba, eran uno solo.

El mundo, su mundo, se movía alrededor de Génesis.

Siempre activo. Siempre en cambio. Siempre a sus órdenes.

—Mi señora... —murmuró una helada voz de mujer.

Génesis no abrió los ojos.

No necesitaba abrirlos para sentirlo. Solo necesitaba concentrarse.

La respiración de un recién nacido. El cantar de las aves y los lobos. El germinar de una semilla. El pequeño latir de un corazón en el vientre de una embarazada. La delicadeza de la bestia que amamanta a su camada.

Génesis sonrió. Una extasiada sonrisa que asomó una hilera de perfectos dientes blancos. Sus mejillas ruborizadas. Su respiración lenta y serena...

—Mi señora... —insistió la joven—. Su hermano ha llegad...

—Cállate... —sentenció en un tono jadeante y autoritario—. Sé que está ahí.

Sin borrar la sonrisa de sus labios, Génesis se acomodó en su trono y volvió a lo suyo. Los demás podían esperar por ella. Lentamente la diosa inspiró y volvió a sentirlo. A sentir esos mundos, ese mundo, que era todo suyo.

Las heladas fronteras de Vindheim; llenas de criaturas duras y peludas que se abrían camino bajo leguas de nieve y montaña. Las áridas llanuras de la tierra que quema; llenas de tozudos bichos que prosperaban bajo el despiadado sol y las lloviznas de cenizas. Las aguas rebosantes de vida de las mil islas de Thalassía. Incluso el anodino y cambiante mundo humano, con sus miles de efímeros reinos que nacían y morían a granel.

Todo le pertenecía. Todo era suyo.

Los pulmones del recién nacido inflándose y desinflándose por primera vez. El venadillo dando sus primeros pasos. La flor que se convierte en fruto. Los campos de semillas que germinaba bajo el abrazo del fértil suelo. El pichón que engordaba tras su cascarón. El predador acechando a la presa. El perro montando a la perra. El león a la leona. El varón a la mujer. La fértil tierra que alimentaba al árbol. La pasión de la pareja que hace el amor.

Todo lo veía. Todo lo sentía. Todo era ella.

Bueno. Casi todo...

Génesis; con su elegante e inmortal trasero en el trono de los inmortales, abrió los ojos.

Su «gemelo»; el dios de la muerte Sheol, estaba a unas diez zancadas de distancia, con la cabeza en alto ya que la pequeña hilera de escalones sobre los que reposaba el trono la situaban un poco por encima de su hermano.

Un hermano que, con su mugroso y desharrapado aspecto, rompía con toda la impecable belleza y pulcritud de la cámara del trono de Chapel Deorum. El hogar palacio de los dioses máximos.

Génesis sabía que no existía sobre la tierra algo más digno y bello que el trono de cristal de los dioses máximos. Si un lugar así existiera, pensaba ella, ya lo sabría.

La cámara del trono; una enorme habitación de planta rectangular, altos techos, pulidos suelos blancos adornados con alfombras oscuras y pétalos de flores, era todo un portento.

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⏰ Última actualización: Jul 13 ⏰

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