Fue el balance.
No nos inclinamos ante él, no le adoramos y no exclamamos en su nombre cuando experimentamos sobresalto. Pero el balance lo creó todo. Creó el mundo. El cielo. Las luminarias... y a los dioses...
«De la naturaleza de los Inmortales» por Magnus Aequor Skylos.
Dios Emperador de Thalassía.
El mundo cambiaba a su alrededor, pero él permanecía igual. Impasible, frío y distante como siempre. Sheol llevaba mucho caminando.
En algún lugar del mundo de los hombres, donde los dioses solo van de paso y los reinos nacen y mueren antes de que los inmortales tengan tiempo de advertirlo, había una persona.
Una figura alta y esbelta, que avanzaba impasible por un espeso bosque. El sol se había ocultado hace horas, la brisa se hacía helada y el pálido brillo de la luna se colaba entre el cambiante tapizado de nubes y la madeja de ramas y hojas tendidas cual toldo su cabeza. Coloreando el piso como el lomo de un felino moteado.
Las hojas, mecidas por un viento helado, crujían bajo sus pies y el cantar de los animales nocturnos taladraba en sus oídos. Llevaba horas caminando.
Muchas. Muchas horas.
Demasiadas para ser contadas, pero suficientes para convertirse en una montaña de días y semanas si se las apiñara unas sobre otras.
Un hombre común habría muerto de cansancio.
Pero Sheol no era un hombre común.
Su viaje había comenzado a un mundo de distancia. Cruzando áridas llanuras, esqueletos de ciudades carcomidas por el tiempo y bosques tan espesos y lúgubres que ese que había sido su hogar durante las últimas semanas. Un bosque que, desde hacía horas, se había vuelto menos espeso.
Con espacios de tierra cada vez mayores separando un árbol de otro y el suelo mutando en una suerte de ladera que culminaba en la cima de un gran barranco. Fue ahí, cuando estaba a nada de llegar a la cima, que lo escuchó. Un ruidito tenue, distante.
Parecía un paso.
Sheol giró sobre sus talones, entornó la vista y buscó entre la arboleda a aquella persona lo bastante osada, o estúpida, para seguirlo. Algo que habría sido bastante raro, su aspecto, después de todo, no era el de alguien a quien fuera aconsejable seguir.
Su largo cabello; negro como el cielo sin estrellas, estaba tan sucio y enmarañado como el pelambre de una bestia que se ha revolcado en el fango. La enmarañada barba que le llegaba hasta el pecho no ofrecía mejor aspecto y, en sus manos, cubiertas por un mapa de tatuajes escritos en una lengua muerta, se leían también las señas de una pelea reciente. Y violenta...
Una pelea muy pero muy violenta.
El último medio mortal había sido muy duro, desde luego. Los hijos que el último dios del fuego había dejado tras su muerte eran guerreros bravos y poderosos, al menos la mayoría, pero Sheol les había ganado.
Sheol siempre ganaba.
Tras mucho observar, Sheol volvió a su camino. El mismo idioma olvidado de sus tatuajes cubría sus viejas ropas. Carcomidas por meses de helados vientos, fuertes lluvias, ardiente sol, negro barro... y violencia. Mucha violencia. Desnudo de la cintura para arriba Sheol poseía un cuerpo fuerte y sólido. Delgado, de salientes huesos, prominentes nudillos, musculatura definida y una piel manchada de barro, tierra y sangre seca. La mayoría ajena.
Un aspecto que, claramente, habría visto días mejores... Y peores...
«El menor pegaba más fuerte, ¿verdad?» Pensó. Listo para que la voz en su cabeza respondiese a la pregunta. Fue un alivio que el muchacho no dijera nada. Hacía mucho que, afortunadamente, no decía nada. «Si, si...» pensó con desgana. De haber hablado hubiese arrastrado las palabras. «El menor pegaba más fuerte, pero el mayor era más duro.»
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SOBERANA DE FUEGO
FantasíaDurante miles de años los marinos de Thalassía y los Cenizos de Ta-Heret han sido enemigos mortales. Tan incapaces de entenderse como la venganza y el perdón. Por miles de años sus dioses se han odiado con furibunda pasión, arrastrando una rivalida...