Capítulo XII

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Seiya se recostó en el respaldo de la silla, y esperó que Haruka terminase su turno en el juego de dados. Era el día más caluroso del verano, y aunque la mesita frente a la cual estaban sentados había sido puesta junto a una ventana abierta, apenas soplaba cierta brisa fuera que poco refrescaba la sala.

Algunos hombres de Seiya se habían acomodado alrededor del gran barril, pese a que era apenas el atardecer. Habían pasado la mañana instruyendo a los hombres menos aptos en las artes de la guerra, pero el calor los había empujado desde temprano a la tranquilidad de la sala. Era un día en que sólo se hacían las tareas más indispensables y el primer día en que Haruka se aventuraba en la sala después de la llegada de los vikingos. Habían transcurrido dos días desde el incidente que lo había obligado a regresar a su lecho, una de sus nuevas heridas era más grave de lo que él había sospechado al principio, y la hemorragia se había prolongado, pues él esperó demasiado tiempo antes de pedir a Monica que lo curase. La pérdida lo había debilitado hasta el punto en que la cama, de nuevo, le parecía un lugar agradable.

El único consuelo que tenía era que Monica había mantenido cerrada la boca, y Rei aún no sabía nada del segundo y desastroso encuentro con la mujer vikinga. Seiya no se había sentido muy feliz al ver la fea herida del pecho, cuando ese mismo día se acercó a Haruka e inmediatamente ordenó que aplicasen a Serena una nueva cadena, que estaba asegurada a la pared de la cocina y a la que unía los pies de la muchacha, de modo que Serena sólo podía llegar hasta la mesa larga donde ejecutaba la parte de su trabajo.

Cuando se calmó su cólera lamentó haber impartido la orden, sabía que ella detestaba los grillos. Sin duda, mucho más odiaría esa nueva cadena que limitaría tanto sus movimientos. A partir de ese momento, él no había sido capaz de mirarla, no deseaba ver el sufrimiento reflejado en el hermoso rostro. Tampoco quería ver el odio que sin duda la vikinga sentiría hacia él, Seiya no sabía qué hacer con Serena. Estaba ante un dilema que nunca había afrontado antes, y no tenía con quién tratar el asunto. Siempre había podido hablar de sus problemas con Haruka, pero esta vez no deseaba que ni él ni otro cualquiera supiese cuán intensamente lo turbaba esa mujer.

Por mucho que intentase evitarlo, ella estaba constantemente en su pensamiento. No podía escapar de su influjo, ni siquiera cuando dormía, porque ella también invadía sus sueños. No se parecía a ninguna de las mujeres que él había conocido. Ni una sola vez la había visto llorar o quejarse de su destino, tampoco se había acobardado ante él. Odiaba sus grillos, y sin embargo no había rogado que se los quitasen, como habrían hecho otras mujeres. No pedía cuartel ni compasión, de hecho, no había pedido nada, es decir nada excepto... la persona del propio Seiya, había dicho que lo deseaba.

¡Dios, cómo le habían desgarrado las entrañas esas palabras, y cómo casi habían destruido su firme decisión cuando ella las pronunció! Seiya había afirmado que sospechaba que ella tenía la intención de embrujarlo, que tuviese o no esa intención, lo cierto es que él ya se sentía embrujado, y tal era la situación desde él día en que la habían bañado y revelado la increíble belleza que se ocultaba bajo la suciedad.

Seiya nunca había sentido un deseo tan intenso como el que esa mujer despertaba en él, ni siquiera Sonoko, a quien había deseado más que a todas las mujeres del mundo lo había afectado jamás tan profundamente. Era suficiente que volviera los ojos hacia la mujer para que perdiese el dominio de sí mismo, en esos casos, le hervía la sangre, le dolía el cuerpo a causa del deseo. La otra noche ella casi había desbordado los límites de la resistencia de Seiya.

El había regresado a la sala con la intención de retirarse a su cuarto, y nunca hubiera debido detenerse para mirarla, pues se sentí atrapado, hipnotizado, por los movimientos lentos y sensuales de Serena, y contemplaba cómo la mano de la joven se elevaba hasta la cara para retirar un mechón de cabellos rubios, y la veía estirar la espalda arqueada, y avanzar los pechos, dibujados más firmemente. Era como si una línea invisible lo sujetase; fue entonces cuando avanzó hacia ella sin pensarlo conscientemente, y nada hubiera podido impedirle que saborease esos labios seductores cuando al fin estuvo cerca.

Corazones En LlamasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora