PATADITAS, QUESOS Y BATALLAS

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Las hierbas y las flores, testigos silenciosos de la resiliencia del próspero reino Aztya, el único en pie en esas fechas, se alzaban de nuevo, renovando la vida después de los incendios y las masacres que habían asolado la región tras los ataques de guerreros évreanos.

La brisa acariciaba con suavidad el rostro de Levi, mientras sus vestiduras, rasgadas y ligeramente sucias, ondeaban en una danza armoniosa con el viento fresco del amanecer. Caminaba a través de ese valle exuberante, percibiendo cómo el entorno y su atmósfera le insuflaban una renovada esperanza, una que experimentaba como un constante vaivén en su jornada diaria. Iba y venía, tal cual. No podía despertarse todas las mañanas con el mismo temple, pero lo intentaba diligentemente.

Ataviado con una larga y holgada túnica de seda, con delicados cordones de hilos rojizos colgando de la abertura del cuello donde se alzaban sus clavículas por la esbeltez de su figura, que flotaba en armonía con la brisa susurrante y entre la hierba amarillenta. La suavidad del material contrastaba con la firmeza de los cinturones y correas de cuero que adornaban sus brazos y torso, hábilmente ajustados para mantener remangada la prenda que jamás podría ser de su talla, incluso con el tamaño de su panza de embarazo.

Sus piernas eran abrazadas por las largas calzas tejidas con lana mullida. Las botas fieles que consiguió en los primeros momentos de aquel largo viaje, desgastadas pero resistentes, le ofrecían la firmeza necesaria. Cada surco y sendero parecía conocer la huella de esas botas, testigos mudos de incontables viajes y travesías por el globo terráqueo.

Finalmente, sobre sus hombros todavía descansaba el grueso abrigo de William, una capa que hablaba de gentileza. La tela cálida y resistente le había brindado una protección adicional contra los caprichos del clima y sus incertidumbres. En su cabeza, una capucha violeta tan oscura como el color de la tinta dentro de sus frascos, como un halo de misterio, que cubría sus hebras blanquecinas. Tal cabello le había crecido, lo suficiente como para poder trenzarlo. Su madre le trenzaba el cabello de cachorro, le recordaba a ella.

La carga en su espalda era una bolsa de cuero desgastado en la que guardaba cada tesoro y herramienta recopilados en su travesía por aquellas montañas. Había cruzado a pie todo Dynes en pleno conflicto bélico, y luego hizo lo mismo con las fronteras de la respetada Aztya. Cada vez más cerca de un lugar seguro.

Y, por la Diosa allá arriba, ¡qué grande estaba su vientre!

Cada noche, acurrucado en cuevas o enormes troncos huecos, miraba al cielo estrellado y se preguntaba con una ansiedad vertiginosa entre la emoción anticipada y la incertidumbre palpitante, si aquella joven alfa que conoció en el mercado había acertado con sus ojos expertos. Tantas patadas dulces y persistentes, no podían ser de un sólo bebé. Entonces, en esas mismas noches, acariciaba el relieve de su estómago con toquecitos de tierno afecto inmaduro, y cada pensamiento, cada gesto, estaba impregnado de un júbilo nervioso que recorría sus venas como una corriente eléctrica. Sus ojos brillaban con la expectativa de conocer a esas pequeñas vidas que estaban a punto de transformar su mundo.

Todo esto... la lucha, el viaje, el hambre y cansancio, el dolor en sus pies y en su espalda, el martirio en su cabeza preocupada y su corazón afligido, la soledad que le rodeaba; era por ellos.

Lunas, ¡iba a ser papá!

Lunas, ¡iba a ser papá!

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Youngblood - EreriDonde viven las historias. Descúbrelo ahora