Keilam Bowers es una estudiante de Bellas Artes en un país de desconocidos. Su hermana murió, pero su sombra sigue ahí, en los lugares donde estuvo, en los nombres que mencionó, en los secretos que dejó atrás. Conoce a Dubravko Modric, un escultor c...
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La pastilla descansa en la palma de mi mano. Es pequeña, inofensiva a simple vista, pero no puedo evitar mirarla con rabia y asco. Me giro lentamente hacia la puerta de mi habitación. Está cerrada. Lo compruebo dos veces.
«Estás sola, Keilam», me digo. Mis dedos sudorosos aprietan el blister vacío, y con la otra mano llevo la pastilla a mi boca. La lengua se me seca mientras trato de tragarla. Cuando por fin pasa, siento un ligero nudo en la garganta. Camino hasta el fregadero para beber agua, mi vaso tiembla contra el grifo y me salpico un poco la mano. No importa. Me obligo a respirar hondo mientras cuento hasta cinco en mi cabeza.
Uno. Dos. Tres. Cuatro...
Me giro por última vez hacia la puerta y luego hacia la ventana, asegurándome de que las cortinas están cerradas. Nadie me observa. Nadie debería observarme.
Me dejo caer sobre el sillón viejo que compré en la subasta del campus. El cuero chirría bajo mi peso, y casi puedo sentir cómo se hunde para tragarme. Podría ser cómodo, si no fuera por el olor rancio que parece no irse nunca. Tomo el control remoto y empiezo a hacer zapping, dejando que el ruido de los programas locales llene el silencio. No tengo idea de cuánto tiempo pasa, pero de repente un fragmento de una imagen me obliga a retroceder. Un edificio que conozco. Presiono el botón para volver atrás. La Universidad de Bellas Artes aparece en pantalla, con un rótulo amarillo brillante que dice algo sobre una nueva incorporación. Subo el volumen, curiosa.
«Dubravko Modric, la joven promesa de la escultura hiperrealista, impartirá sus conocimientos en este nuevo año lectivo», comenta el presentador a través de la pantalla del pequeño televisor de la sala.
Ese nombre. Mi pecho se contrae ligeramente al escucharlo.
No sé por qué me resulta tan familiar. No estoy segura de haberlo visto antes, pero hay algo en la forma en que se mueve. En la forma que sonríe. Es como si el aire a su alrededor tuviera un ritmo distinto.
—¿Por qué todos ustedes tienen nombres de genocidas en potencia? —le pregunto a Vesna, mi compañera de piso, quien se encuentra organizando sus libros—. Como Drácula.
—Drácula es de Rumania —me recuerda ya por cuarta vez.
Chasqueo los dedos y la señalo, dándole la razón. Ella no aparta la mirada del estante que hace minutos atrás acababa de desempolvar, sigue muy ocupada pensando en sí ordenar sus libros por tamaño o por colores.
Acomodo mis gafas y me quito los calcetines mientras veo la televisión. Luego de un tour por el interior de nuestro salón de escultura y varias frases célebres de un par de artistas sacados de abajo de una piedra, vuelve a mostrarse al periodista frente a la universidad y junto a este se encuentra el hombre de cabellera rubia. El invitado se muestra encantado, sonriendo con los labios apretados y meciéndose de adelante hacia atrás con una evidente despreocupación. Es difícil discernir sus facciones mediante una pantalla de poco más de cien pulgadas y que, además, debemos de darle un par de patadas cuando se pone en blanco y negro.