Keilam Bowers es una estudiante de Bellas Artes en un país de desconocidos. Hace siete años que su hermana está muerta, pero la sombra que dejó sigue ahí: en los lugares que frecuentaba, en los nombres que repitió y en las verdades que eligió callar...
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Las manos de Modric me apartan con suavidad, sin soltar por completo mi muñeca. Deja mi palma suspendida frente a su rostro, entonces, el bolso resbala por mi brazo y cae al suelo con un golpe seco. Él no se mueve, escucha. Sus ojos descienden despacio hasta mis cosas, y ahí, entre ellas, encuentra la pequeña lata de Rui.
—¿Es suyo? —susurra.
Mientras se inclina a recoger la lata, sus ojos no se mueven de los míos. La presión en mi muñeca persiste.
Niego. Respiro con dificultad, y me esfuerzo por recuperar el ritmo.
—E-es de un amigo.
—¿De un amigo? —Frunce el ceño y luego enarca una de sus cejas rubias. Acerca la lata a su boca y la destapa con los dientes. Él observa el interior del contenido: cocaína—. Entonces no creo que a él le importe.
Mi impulso es detenerlo y quitarle la lata antes de que llegue a abrirla, pero la orden no llega a mis dedos. Lo que me atraviesa no es miedo ni sumisión: es una fascinación tóxica, persistente, que nace en algún rincón malformado de mi deseo. Lo dejo hacerlo porque quiero verlo. Porque necesito saber hasta dónde puede llegar.
—El efecto estimulante de la cocaína contrarresta la sedación que provoca el alcohol. Es como... Limpiarte.
—¿Te limpias del alcohol con...? —Me aclaro la garganta—. ¿Más droga?
Sin responder, voltea mi mano y deja expuesto el dorso, y con un movimiento casi cuidadoso, vuelca un poco del polvo blanco sobre mi piel. Forma una línea precisa, como si lo hubiera hecho cientos de veces, y la perfecciona usando su dedo índice, repasando el polvo con tanta delicadeza que me estremezco. Arrugo la frente con preocupación, sin poder creer lo que está por hacer. Me tiembla la mano, pero Modric se encarga de que se mantenga firme. Se aprieta una fosa nasal con los dedos, se inclina hacia mi mano e inhala la línea de cocaína que ha formado. Exhala con fuerza, echando la cabeza hacia atrás, y suelta un suspiro largo y satisfecho.
—Ya estoy de mejor humor —comenta mientras se limpia la nariz, que ahora se ve enrojecida y congestionada.
—¿Se encuentra bien? —mis palabras salen sin fuerza.
No lo entiendo. Y justo por eso me resulta imposible dejar de observarlo.
Me mira desde abajo, todavía de rodillas frente a mí. No parpadean. Su atención no está puesta en mi pregunta, sino en lo que va a hacer a continuación. Me jala de la muñeca y hunde el rostro en la zona en la que esparció la cocaína. Su lengua, cálida y húmeda, recorre la superficie de mi mano, llevándose los restos.
—Señor Modric. —Jadeo, sin poder retener el aliento.
La humedad se extiende desde la zona central hasta la base de mis dedos, específicamente en la unión de mis dedos índice y pulgar. La punta de su lengua sigue el contorno natural de mi mano, como si estuviera saboreándola. Siento un cosquilleo en la entrepierna y pierdo el equilibrio. «Mierda», mascullo. Una oleada de sensaciones intensas atacan mis sentidos. Estoy dopada por los cocteles y la adrenalina.