Entre Divagaciones

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Ahora la policía lo estaría buscando para interrogarlo sobre su implicación en el negocio turbio de su jefe. Irse del pueblo parecía la única opción, pero ¿a dónde iría si no tenía conexiones en los pueblos vecinos? Se vería obligado a vagar sin rumbo fijo, buscando comida y refugio. Sin embargo, no podía dejar a María sola. Era su esposa, su compañera, a quien quería profundamente. No deseaba que sufriera por sus acciones en un viaje sin horizonte.

Una gota helada golpeó su rostro, sacándolo de sus pensamientos. Miró al cielo y vio la colosal nube negra descargando su llanto. Apresuró el paso hacia casa, pero recordó que aún era temprano para regresar sin levantar sospechas. Evitó preocuparse por ello y continuó caminando, dejando que sus piernas lo llevaran.

Después de varios minutos bajo la lluvia, empapándose la ropa y calándole hasta los huesos, escuchó una melodía familiar. Alzó la cabeza y vio la caseta donde solía tomar su merienda de la tarde. El aroma de las empanadas y el café recién hecho despertaron su hambre. Aún faltaba mucho para que anocheciera; tendría que pasar el tiempo allí.

Se acercó y se sentó en una banqueta, pidió un café con leche azucarada y dos empanadas de añejo. Esperó a que le sirvieran mientras reflexionaba.

Ahora que el negocio de Don José estaba clausurado, y posiblemente por un tiempo indefinido, no le quedaba otra opción que seguir con la venta de mulas. Aunque era más difícil vender animales, le estaban generando ganancias inesperadas. Contrabandear licor no era complicado, pero ahora el riesgo de ser atrapado era real. En el interrogatorio, Don José no se quedaría callado; podría incriminarlo fácilmente para reducir su propia condena. Si no lo hacía, sobornaría a los funcionarios. Una vez libre, buscaría venganza contra quien había asesinado a su prostituta favorita y había llevado a su negocio a la ruina.

Rodrigo despertó de sus pensamientos al sentir que la señora le ofrecía el café y le servía las empanadas de añejo con ají rojo.
Había llegado a la caseta por casualidad, pero al probar las empanadas, su hambre aumentó. La ansiedad que corroía su alma lo llevó a pedir más hasta saciar su apetito.

Rodrigo pagó la cantidad exacta por su glotonería, ahora sin importarle cuánto le quedaba en sus bolsillos, pidió unas cuantas empanadas para llevarle a su esposa. Preguntó la hora y se dio cuenta de que era momento de regresar a casa.

Su vida había dado un giro completo. A pesar de los intensos reproches de su esposa, antes su vida estaba tranquila, pero ahora se enfrentaba a un camino más difícil. Si no tenía nada más que hacer para salvarse de las manos de Don José o evitar que lo encarcelaran, esperaría con determinación lo que el destino le deparara.

Caminando por la calle empedrada, recordó la primera vez que conoció a Gabriel, un hombre misterioso que ahora lo había puesto entre la espada y la pared. Sin embargo, tal vez por eso había cambiado y ya no era el sucio borracho de siempre.

Al reflexionar detenidamente, aparte de las amenazas de Gabriel, no había pruebas de que fuera un ángel o arcángel de Dios. Sus ropas y su caballo podrían estar marcados con la "G", pero como cualquier otro millonario, también podría hacer lo mismo. Incluso él, ahora que tenía dinero, podría comprar uno y personalizarlo a su gusto. Gabriel simplemente podría ser un jinete maniático, de esos que dicen haber visto a Dios y se hacen pasar por divinidades, proclamando arrepentimiento. La caja podría ser solo un engaño, y el supuesto diablo no existía; tal vez era solo una táctica de Gabriel para manipularlo.

"Y seguro que ese maniático ni se llama Gabriel, probablemente se llame Melano", se burló Rodrigo.

Ahora que tenía dinero y presentía que su vida se complicaría, quería darse el lujo de sus sueños: beber hasta el cansancio, estar rodeado de mujeres atractivas que lo enloquecieran probando sus delicias naturales, y si el tiempo le alcanzaba, construir su propio negocio y pasear en los mejores carruajes y corceles, como lo hacía Don José. Siempre había soñado con tener la posición de su patrón, pero lo haría de manera correcta, sin esconderse ni temer ser atrapado.

Al llegar a esta conclusión, se sintió feliz como una lombriz, con sueños en la cabeza.

Al llegar a su casa, encontró a su esposa en la cocina preparando la cena. Rodrigo rodeó con ternura la cintura de su esposa, que estaba de espaldas en la encimera, y la atrajo hacia él, sintiendo como el gran culo de su amada le apretaba su entre pierna. Comenzó a susurrarle palabras suntuozas que a ella le encantaban, y esparció besos por todo su cuello hasta que ella se giró y comenzaron a besarse apasionadamente.

-Veo que estás mejor que a noche-. Le susurró él.

-Eso parece- le sonrió ella dándole besos en el rostro. -Veo que tus cicatrices están bien-.

Rodrigo se sorprendió por el comentario.

-Si llego ver a esa tipa que te hizo esto la mato con mis propias manos-. Juró María.

Rodrigo mandó a callar aquellas injurias de su esposa con más besos.

Hacer eso con su esposa le trajo el vivo recuerdo de Marcela. Aunque su esposa era de tez blanca y esbelta, sus caricias y besos no se comparaban a los de Marcela, quien, debido a su experiencia como prostituta, tenía habilidades excepcionales en la intimidad.

Rodrigo se sintió incómodo besando a su esposa mientras recordaba su vil acto. La apartó suavemente con un beso sutil para que no percibiera su disgusto y le ofreció las empanadas de añejo, las cuales ella recibió con agrado.

Luego, Rodrigo se excusó diciendo que iría a su oficina para organizar algunos papeles, y partió hacia allá, escuchando la voz de María detrás de él diciéndole que lo llamaría para cenar.

Al abrir la puerta de su oficina, un olor a azufre y humo lo golpeó de lleno. Tapándose la nariz fatigado, encendió la luz y trató de localizar la fuente del fétido aroma. Todo indicaba que estaba en el sofá. Al levantar la tapa, liberó el mal olor. La culpabimidad recaía en él por haber confiado en Gabriel y en esa maldita caja como si fueran su salvación.

Tomó la caja y notó que estaba completamente negra y llena de moho. Maldijo aún más a Gabriel al darse cuenta de que todas sus pertenencias estaban impregnadas con ese desagradable olor y manchadas de moho. La braga de Marcela estaba dañada y maloliente. Cerró la tapa del sofá y, tomando la caja, la depositó en el cesto de basura dispuesto a desecharla.

-¡Puta, y ese olor tan asqueroso!- murmuró María de pie junto al marco de la puerta.

Rodrigo, que tenía las manos sumergidas en el bote de basura, maldijo por no haber cerrado la puerta.

-No sé la verdad, mi amor. Creo que debe ser la basura-, respondió.

-Claro, como tú nunca dejas que me acerque aquí, nunca haces la limpieza-, replicó ella.

-Debería-, sonrió Rodrigo para aliviar la tensión.

-Limpia lo que tengas que limpiar, pero no soporto ese olor. Y ven a cenar-, añadió ella, dando fuertes aspavientos, antes de marcharse.

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⏰ Última actualización: May 29 ⏰

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