Capítulo 4 // Como la inocencia de un niño ☕

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Si retrocedo dieciséis años atrás me sitúo en la época de parvulario, donde solo éramos niños llenos de inocencia, incluso jugábamos juntos con las carretillas a la hora del recreo. Siempre tenía la costumbre de ir directa hacia allí porqué sabía que era lo que más divertía al chico de pelo negro y ojos azules. Las llenábamos de arenilla y fingíamos que construíamos tiendas, escuelas y casas. Al contrario de los demás, él siempre tenía que escoger la de color verde, solo había una y creíamos que era la que más corría así que el resto nos conformábamos usando las de color azul. Mucho más tarde descubrí porque siempre cedía cuando se trataba de él.

Víctor y yo estábamos preparados para el siguiente cargamento de arena. Por fin hacía sol después de casi una semana lloviendo sin parar. La arena estaba mojada, pero poco nos importaba.

–Voy a hacer el castillo más grande del mundo mundial –dijo el chico de pelo rubio y ojos azules.

–Alaaaa ¿para qué tan grande?

–¡Eh, Lara! –gritó Marcos a un par de metros de distancia.

Me giré lo suficiente como para darle la espalda a mi amigo y extender las manos para tapar el sol. Con un ojo cerrado por la claridad vi al chico aproximarse con su cara de malas ideas y yo ya era toda curiosidad.

–¿Enterramos el tamagochi de Albert en la arena? –susurró echándole un vistazo a Víctor.

–¿El tamagochi? –abrí los ojos como platos. –No sé... –Giré la cabeza para observar como una profesora vigilaba la parte de abajo del patio. –La seño Cristina se va a enfadar y mamá ya me castigó sin bocadillo de chocolate los viernes por ayudarte la semana pasada a tirar la arena en el váter de los grandes, además ahora tienen que hacer caca en nuestro baño y huele fatal.

Él se aproximó un poco más ofreciéndome la mano.

–Te prometo que esta vez no van a saber que hemos sido nosotros. Lo dejamos un rato y luego se lo devolvemos. ¿O eres una gallina? –preguntó con ese brillo en los ojos que en un futuro le ayudaría a conseguir el cielo.

–¡No soy ninguna gallina! –me defendí.

–Lara –Víctor reclamó mi atención.

–Mejor otro día, –le dije al de pelo negro soltando su mano. –Ahora tengo que construir el castillo más grande del mundo mundial.

Marcos se quedó sin moverse del sitio mientras yo corría hacia mi amigo.

–¿Qué te ha dicho? –Víctor ladeó la cabeza con curiosidad, pero rehusé su pregunta.

Siempre fui muy avispada.

El rubio me miró apenado, sin saber qué más decir para averiguar que tanto susurraba últimamente con ese niño de pelo oscuro y nos giramos al escuchar a nuestra espalda los aplausos de los demás por la casita que había hecho Berta.

–Te ayudo con el castillo si me dejas vivir en él -le puse condiciones.

–Imposible, –dijo convencido. –Solo vamos a vivir mi mamá yo y Alejandro.

–¿Alejandro? –repetí. –¿Quieres quitarle el papá a Marcos? Eso no está nada bien Víctor. ¡No seas malo!

Le dirigí una mirada de reproche y Víctor se puso a la defensiva.

–No soy malo –se defendió él. –He encontrado una foto de él y mamá en el cajón donde están los pendientes de la abuela, y sonreían mirándose.

Recuerdo echar un vistazo a Marcos quién parecía haberme reemplazado fácilmente para la siguiente broma.

–Él me lo ha quitado a mí –concluyó Víctor.

No estaba segura de quién le había robado el padre a quién; al fin y al cabo, ella no tenía nada que elegir, se lo pasaba bien con los dos.

Cuando llegó la tarde del viernes todas las madres estaban en un corrillo esperando a que saliéramos en fila india por las puertas de los peques. Mi madre llevaba el pelo recogido en una cola alta y las zapatillas tipo crocs que siempre usaba en el centro médico. Me puse feliz de inmediato porque sabía que ya había terminado su turno por hoy.

La Srta. Amalia nos deseó buen fin de semana y corrí a los brazos de mi madre.

–¿Qué hay hoy para merendar?

–Bocadillo de queso con mucho tomate y sin bordes. –mamá lo desenvolvió y lo cogí con fastidio. Tenía esperanza de encontrarme con uno de chocolate.

–¡Marcos! ¡No me corras! –me giré con los ojos como platos al ver a mi compañero de travesuras venir hacia mí. Con el bocadillo de queso en la mano le esperé sin tener idea de que este momento iba a ser recordado para toda la vida.

–Mira –me dijo sin voz por la carrera. Tenía el pelo muy corto y los mofletes colorados, pero yo solo podía ver el bocadillo de chocolate que llevaba en la mano –¿De qué es el tuyo?

–Queso. –dije encogiéndome de hombros.

–Te doy el mío si tú me das el tuyo.

–¿No te gusta el chocolate? –pregunté incrédula.

¿A que niño no le gusta el chocolate?

–Mamá siempre dice que hay que compartir con la gente que se quiere. –extendió el brazo hacia mí.

–Yo lo comparto contigo.

Con una enorme sonrisa me manché los dientes de chocolate sin tener ni idea de lo que ese niño acababa de confesarme.

TIRO LIBRE AL CORAZÓNDonde viven las historias. Descúbrelo ahora