PRÓLOGO 🎹

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Mayo de 2023

Tengo una gran puerta de madera blanca delante de mis narices y no soy capaz de moverme. Debería ser fácil, levantar el brazo y llamar al timbre o así lo creía esta mañana cuando me subí al avión dispuesta a poner mi vida en orden.

El sobre con los papeles me había llegado por sorpresa. Nadie me había querido decir nada, y a pesar de que llevábamos cuatro meses sin hablarnos seguíamos manteniendo la promesa que nos hicimos y eso de alguna manera me tranquilizaba, pero al parecer solo uno de los dos tenía esperanzas.

Recuerdo el instante en que fui consciente de que estaba enamorada de él. El equipo de baloncesto de la Universidad se jugaba el primer puesto y el pabellón estaba a rebosar de gente. No había ni un asiento pintado de violeta vacío. Yo estaba sentada con un refresco en la mano entre mis amigos; Martín que no paraba de narrar el partido ni un segundo a mi derecha y una nerviosa Amelia a mi izquierda. Todo estaba siendo muy intenso con griteríos por parte del público y mucha tensión entre los jugadores. Hasta que de repente uno de los nuestros se cayó, todo ocurrió muy rápido, pero yo lo viví a cámara lenta.

No sé especificar en que fila estábamos, pero no lograba enfocar bien al chico que se había desmayado en mitad del partido así que en cuanto el señor que había detrás de mí informó a su hijo que nos quedábamos sin Ala-Pívot yo entré en pánico. Mis amigos hablaban, todo el mundo lo hacía, pero yo no escuchaba nada.

Tenía tantos sentimientos encontrados, por qué no podía engañarme a mí misma, siempre había odiado a los tipos como Marcos. La vida era demasiado fácil para ellos. Indiferentes y riéndose de todo como si fuera un juego.

Así que fue gracias a los megáfonos que conseguí calmarme cuándo fui consciente de mi propio malentendido. Al que se llevaron en camilla efectivamente fue al Ala-Pívot que no es lo mismo que Pívot según los aficionados del baloncesto, la posición de Marcos Vega.

Siempre creí que había algo mágico en enamorarse, a pesar de que hay gente que piensa que son simples hormonas o directamente lo descartan dando por hecho que el amor no existe. Yo siempre había soñado con un amor de película, de esos que escondía en las novelas de mis estanterías, pero yo no lo sentía así. En ese entonces Marcos podía ser muchas cosas, pero todo lo que se le acercase al romanticismo quedaba descartado.

A día de hoy sé que no podía estar más equivocada.

Enciendo el móvil y releo los seis mensajes que le he enviado en las últimas horas, todos con algo en común, sin contestación alguna. Me siento dolida, decepcionada y triste, aunque sé que no tengo ningún derecho a reprocharle que empezase esta guerra cuándo yo disparé primero.

El porche dónde llevo quince minutos de pie está alumbrado por dos focos de luz cálida que hace sombras en la pared blanca combinada con ladrillos de tocho visto y puedo ver mi sombra con la maleta de mano que me acompaña. En las maceteras negras que hay a cada lado de la puerta sobresalen flores de un amarillo vivo y me acerco para oler el perfume que desprenden, eso logra tranquilizarme de alguna forma.

Inspiro y expiro repetidas veces y decido por fin dejar de hacer el tonto tocando el timbre tragándome los nervios sin dejar ganarles la batalla, porqué esta vez necesito que me den una tregua, merezco mi final feliz.

Pasan algunos segundos hasta que veo una alta figura borrosa a través de las cristaleras que acompañan el marco de la puerta y la barriga hace ese ruidito extraño como cuando te has comido el banquete de la comunión de tu prima entero. Si, me estoy cagando literalmente.

Abren la puerta con decisión, seguramente no es a mí a quién espera detrás así que necesito concentrarme en lo que su rostro proyecta, porqué si hay algo que tiene Marcos es que su cara habla lo que su boca calla.

Está despeinado, seguro que estaba tirado en el sofá viendo los últimos capítulos de Peaky Blinders. Admito que más de una vez he cotilleado su perfil de Netflix antes de ir al mío. Lleva una camiseta blanca de manga corta y en el cuello un nuevo tatuaje que deja a la imaginación dónde termina.

-¿Dónde termina?

Claro que sí, declaración de amor en toda regla. Seguro que él lo entiende.

-¿Qué?

Pues no, y creo que las piernas me empiezan a fallar en cuanto escucho su voz. Cómo la echaba de menos y cómo le he echado de menos. Ni siquiera puedo recordar la primera vez que sentí cómo el corazón se me salía por la boca. Era ya una costumbre cada vez que se acercaba sin prestarme atención, me lo cruzaba por los pasillos del instituto o le echaba un vistazo a lo lejos.

La diferencia es que en ese momento no creía que las arcadas que me provocaba verle eran para terminar vomitando corazones.

-Quiero volver a casa.

Segundo intento. Y esta vez no he podido ser más clara.

Él me contempla fijamente, sin pestañear apenas. No dice nada y mis piernas se debilitan momentáneamente, pero me mantengo firme. Siendo positiva del enfado no hay ni rastro, hasta que me suelta:

-Puedes irte a la mierda.

Y igual que hace un par de minutos, vuelvo a tener una puerta de madera blanca delante de mis narices.

Joder, como ha cambiado el cuento. 

TIRO LIBRE AL CORAZÓNDonde viven las historias. Descúbrelo ahora