De Tecalitlán los sones, de Guanajuato los arquitectos (Infagrete, PARTE 1)

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El sonido constante y apagado del motor lo arrulla a Pedro demasiado fácilmente a estas tempranas horas de la mañana. El sol tarda todavía una hora en empezar a asomar por el horizonte y el camión viene prácticamente vacío y solamente la radio encendida del conductor a unos buenos tres metros de distancia, allá adelante, podría mantenerlo espabilado.

Si la tuviera encendida.

Ni siquiera logra aguantar veinte minutos. Se sube, saluda al poco amigable conductor que todas las mañanas lo recibe con la misma expresión de miseria, y se dirige rápidamente al último asiento para poder dormitar un ratito más, aunque los hombros le queden agarrotados de esos asientos más duros que una roca.

Siente que está atrapado en una especie de círculo interminable de mala suerte. Apenas logró conseguir la chamba de albañil hace tres semanas y no tuvo suerte en sus ruegos por un adelanto de salario, ni aunque le jurara y retejurara por su mamacita al jefe de obra que necesitaba la lana para la renta.

Razón por la cual su horario de sueño se ha visto totalmente trastocado: cuando no está aquí levantando muros, está allá trapeando vidrios. ¿Cuándo duerme? Entre medio.

No le extraña ya a Luis verlo llegar con paso cansino y los ojos cansados, aunque siempre han destacado sus compañeros la buena energía y la predisposición para trabajar que mantiene aunque se hamaque dormido a las horas del almuerzo.

—Ah, qué pedazo de hojalata inservible...

Luis agita la radio en sus manos como si el movimiento fuera a devolverle la pila. Apunta la antena al cielo y se la acerca al oído.

Pedro levanta la vista de sus tacos, cansino, y parpadea. Masticando con pocas ganas porque le duele hasta el alma, estira una mano para pedírsela:

—Traiga pacá, yo le sé a esos cachivaches.

—Ya no quiere, Perico.

Pedro chista la lengua y recibe la radio, pasándose la mano por el pantalón sucio para quitarse el exceso de grasa. En vez de voltearla para checar que las pilas estén bien puestas, se la pone en frente del rostro y luego de aclararse la garganta, entona, acompañado por sonidos de mala frecuencia que imita con talento:

—¡En esta fría y soleada tarde, queridos oyentes! ¡Aquí nuestro compañero Eulalio, sí, Eulalio, te leemos! Con un mensaje pa la patrona... Que le faltó chilito a sus tamales, dice, ¡ah, caray!

Piporro suelta una risa desde su costado, tragando muy a gusto mientras Luis ya se comienza a reír.

Aaaaaamorciiiito corazóóóón... ¡Aquí un tal Perico con un mensaje especial para el señor Arquitecto Negrete! Híjole... Yo teeeengo tentacióóóón... ¿De qué tendrá tentación?

Se escucha una carcajada de Antonio del otro lado del muro, supervisando que todo esté en orden (ladrillos bien pegados, altura, dirección y demás detallitos técnicos) y luego un chiflido exagerado.

—¡De un beso, sí señores! ¡Aquí los dejamos con Amorcito Corazón! Y mucha suerte al Perico, con su arquitecto, que aunque no lo voltee ni a ver, dice que se lo quiere... ¡Épale! ¡Este es un programa apto para todo público, señores! A las tres y media de la tarde, Amorcito Corazón, de Pedro Infante, ¡sí señorrr!

Y con eso, baja la radio y se pone a cantar las dos primeras estrofas, ante las expresiones risueñas de sus compañeros que lo espabilan.

Piporro se baja otro trago de Coca-Cola y le da un codazo, con acento pronunciado y esa camaradería de siempre se inclina hacia él:

—Oigame, ¿quiere chisme?

—Lo que se ve no se pregunta, Lalo, —bromea Pedro, y luego echa un vistazo a los alrededores para comprobar que el grupito de cuatro sigue siendo de cuatro, y que a ninguno de los demás funcionarios de los altos mandos se les ha ocurrido darse una vuelta por aquí para saludarlos a la hora del descanso— ¿quihubo?

Crónicas de EnamoradosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora