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Daniel se apropió de una lata grande de cerveza y se dejó caer en el tronco de la vereda que siempre usaba de banquito, para ponerse a ver qué pasaba por la calle. Le dio un buen trago y largó un suspiro al sentir el viento en la cara, cerró los ojos y se permitió disfrutar la soledad, el silencio y la vida.

Por más que no había dicho ni hecho nada, sabía bien que ese día era el décimo aniversario de lo de sus viejos. No le había dado mucha pelota, ya estaba grande para esas mierdas lamentarse por el pasado, pero por alguna razón había caído en cuenta de qué fecha era. No obstante, había ido a laburar como siempre, después había ido al gimnasio a ocupar la cabeza con las máquinas y se había encontrado a Román en las duchas, así que estaba relajado, descargadito y despejado. No necesitaba ni esperaba nada más de la vida.

Se dispuso a mirar el movimiento de la calle: los pibes de las escuelas públicas aledañas ya andaban revoloteando por ahí volviendo a sus casas, también cruzaban los laburantes en sus bicicletas y los autos se esmeraban por esquivarlos por las angostas y mal parchadas calles del barrio, ese que hacía rato ya lo consideraba suyo.

Le gustaba hacer eso de sentarse fuera, leer algún libro u ocupar la cabeza imaginándose historias de los transeúntes que esfumaban poco después de perderlos de vista. Le traía cierta paz, una tranquilidad que a Daniel le gustaba resguardar.

—Dios, necesito vacaciones... —Escuchó al Kiles decir y al poco rato lo sintió sentándose a su lado.

—¿Día largo? —le consultó y su amigo se abrió una lata de cerveza que se había traído de adentro y le dio un buen trago para retrasar contestarle.

Ya tenían diez años conviviendo. Él se había ido ahí cuando todavía tenía diecisiete; el plan había sido esperar a los dieciocho, pero la situación con sus viejos había estado tan insoportable que se había adelantado un par de meses. Su amigo y la madre de éste le habían recibido con los brazos abiertos, y se habían convertido en su familia más que cualquiera.

Siempre se había sentido querido y aceptado en esa casa. Los dos se habían quedado huérfanos muy jóvenes, pero se cuidaban como un par de buenos hermanos. Dani se había sentido un poco raro cuando su amigo se había conseguido novia, pero con el tiempo logró formar una buena amistad con ella y no hubo problemas cuando Ivana se mudó ahí con ellos, cuando ya llevaban cosa de cuatro años de relación.

—Estoy muy cansado de capacitar y entrenar pendejos en la fábrica —farfulló Kiles—. Todo ese laburo para que después desaparezcan a los cinco meses porque no se pueden levantar temprano, vagos hijos de puta.

Dani se rio.

—Creí que los peores eran los que les cuesta mantener el ritmo de producción, porque atrasan todo.

—No, no, no. Los peores son los que se viven distrayendo con el celular. Desde que pusieron cámaras apuntando a todos lados por esa mierda, ya ningún pendejo pasa la etapa de evaluación. Los odio tanto.

Daniel no pudo evitar soltar una carcajada.

—Te estás dando cuenta que ya estás hablando como un viejo choto, ¿no?

Su amigo le pegó un derechazo en la pierna y él se rio un poco más. Kiles refunfuñó, le dio otro trago a su bebida y después lo apuntó con la cabeza.

—¿Qué onda con vos? ¿No vas a salir? —Dani le hizo un gesto negativo con la cabeza y se mandó un buen trago, pero el otro le hizo caras—. ¿Cómo que no? ¿No vas a verte con tus chongos?

—Taddeo se fue de viaje de negocios...

—Ese era el abogado, ¿no? —interrumpió su amigo—. ¿El rubio que parece modelo? —Dani sonrió porque siempre le causaba gracia que le diera esa descripción, y le asintió—. ¿Y el otro, el de anteojos con cara de psicópata?

Perro amorDonde viven las historias. Descúbrelo ahora