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"¿Y vos cómo llegaste hasta acá, Daniel?".

Los gritos y reproches retumbaban, hacían eco en su cabeza. Sus viejos ya no estaban frente a él reclamándole por qué no había cuidado a su hermana, pero él todavía los tenía encima, como una pesada carga de culpa. Estaba clavada en su interior, en su conciencia. Y no sabía qué hacer con eso.

Su estómago se le quejó de nuevo, así que salió de su habitación y caminó descalzo por los pasillos. Antes de llegar al final de la escalera, pudo escuchar el inconfundible llanto desconsolado de su mamá. Con el miedo latente en su pecho y un nudo en la garganta, se asomó y desde ahí arriba la vio desarmándose en el sillón, tapándose la cara mientras el noticiero sintonizado en la tele frente a ella había dejado de lado el "caso Paola" para ponerse a hablar del tiempo.

Le volvió un poco el alma al cuerpo al ver que todavía no había noticias con el peor final, pero tampoco pudo sentirse mucho mejor, porque todavía no había noticias. Decidió bajar los escalones con cuidado y analizó los alrededores. Su viejo otra vez no estaba y ya no recordaba la última vez que le había visto. Su mamá lo miró sin ver, se limpió la cara y al poco rato se arrastró como un fantasma hacia otro lado de la casa, seguro que para no compartir sitio con él.

Hizo caso omiso al nudo en la garganta y se acercó a la cocina. No había comida en la heladera y el mueble que siempre habían usado para guardarla ya estaba casi vacío. Entonces vio de nuevo la fina capa de polvo que se estaba empezando a acumular en todos los rincones, la ropa sucia desparramada por todos lados, el agua turbia en el estanque de los peces de Pao y Dani supo que, si no se movía él, no se iba a mover nadie.

Entonces tuvo que sacarle una tarjeta de crédito a su mamá y comprar comida por internet, porque ya no había efectivo en la casa. Se ocupó de la ropa sucia y cambió las sábanas, limpió y ordenó un poco la cocina, la sala y los baños, se encargó de cuidar a los peces de su hermana y más tarde se puso a cocinar con una receta de internet.

Ninguno de sus viejos tocó la comida que pudo llevar a la mesa. Ni ese día ni ningún otro.

Su mamá ya no le hablaba, había días que se la pasaba mirando por la ventana y otros en los que ni siquiera se levantaba de la cama. Su papá siempre salía, a trabajar o a participar en búsquedas y protestas, ya no lo sabía, pero todavía recordaba que le había apilado la "responsabilidad" de cuidar de su vieja. Y tampoco sabía qué hacer con eso cuando ella no lo quería ni ver.

Todo terminó de morir ese día cuando él agarró su mochila y empezó de nuevo a ir a la escuela. Su viejo ya ni estaba, y él sabía que nunca iba a estar, pero su mamá le gritó que cómo podía ser tan egoísta de pretender que no pasaba nada, que tenían que quedarse en la casa por si aparecía su hermana. Dani simplemente le contestó que algún día iban a tener que seguir con sus vidas y ella le metió tal cachetazo en toda la cara, que Dani todavía tenía la sensación de tener su mano marcada así pasaran los años. Y ahí, mirándola a los ojos, fue la primera vez en la que estuvo consciente que sus viejos también habían desaparecido.

Daniel pegó un salto brusco en la cama, con el corazón intentando salirse por su pecho. Roña suspiró a su lado y se franeleó contra la almohada, entonces se dio cuenta que estaba acurrucado contra él y abrazándolo.

Trató de estarse quieto, de tranquilizarse, dejando caer su cabeza despacio contra el colchón otra vez. Llevaba mucho tiempo sin soñar con sus viejos, con su pasado. Se sentía muy raro, igual de anestesiado como en su adolescencia descascarada.

Se quedó mirando a su acompañante en la cama. Él también la había pasado mal, quizá hasta peor, porque desde el inicio de su niñez se la había visto en la calle, y después había terminado solo, pasando hambre y frío. Entonces no supo qué era peor, si tener algo bueno y perderlo, o nunca haber tenido nada.

Perro amorDonde viven las historias. Descúbrelo ahora