09, Parte dos: No tienen el corazón.

98 9 5
                                    

Dos años después.

—Padre, he pecado. —el alfa se sienta más cómodamente en un taburete bajo y sigue jugando con los bonitos gemelos en los puños de una camisa rojo sangre.

—Continúa, hijo mío. —se escucha una voz apagada detrás de las rejas.

—Robé, mutilé y maté, y no sentí nada —hace una pausa y, cerrando los párpados, recuerda la última guerra—. No creo que mi alma pueda salvarse.

—Dios es misericordioso y su misericordia no tiene fronteras. Arrepiéntete y él te perdonará. —dice el sacerdote.

—El caso es que no me arrepiento —el alfa saca su amada Glock 34 de su cinturón y la acaricia—. Seguiré matando, y sé que hasta el templo de Dios me rechazará.

—Aún así puedes volver a Él.

—Es poco probable —sonríe el hombre y pone el silenciador alrededor de la pistola—. Me gustaría que le transmitieras mis más sinceros deseos, pero tú, Casio, tomaste un boleto al inframundo, porque es una vergüenza  haber convertido la puta iglesia de mi territorio en un lugar para vender mis productos a mis clientes. —se escucha un sonido sordo de un cuerpo golpeando el suelo desde el otro lado del confesionario y el alfa guarda el arma.

Hoseok sale del confesionario y se acerca a la puerta del sacerdote. Hace una mueca ante el cadáver ensangrentado y, cerrando bien la puerta, se dirige a la salida. Al abrir las pesadas puertas, el alfa se encuentra en una calle de la ciudad bañada por el sol. Hoseok cierra los párpados, respira el aire polvoriento, que huele a goma y harina de maíz frita, y salta escaleras abajo, donde lo esperan dos camionetas y su segundo amor después de su Glock: un Lamborghini Aventador negro.





. . .





—Ya viene, Sandor —Mo agarra bruscamente el cuello del hombre atado a una silla—. Está en camino.

—Somos socios, hablé con él. —el alfa de veintisiete años escupe sangre en el suelo y se convence de que lo trajeron aquí solo para asustarlo. Definitivamente saldrá, pero no importa cuánto intente parecer confiado, su voz tiembla.

Desde hace media hora, uno de los jóvenes empresarios con futuro prometedor de una nación vecina se retorce de dolor en una fábrica abandonada en las afueras de la capital. Hay fragmentos de vidrio bajo los pies de Sandor y vigas podridas sobre su cabeza. Ni siquiera un rayo de sol que se prepara para acostarse penetra en el interior a través de las ventanas cubiertas por una gruesa capa de polvo perenne.

—¿Entiendes el español? —Mo le da una palmada en la mejilla—. Hablo un español excelente y me estás mirando como a una oveja en una puerta nueva. Así que dímelo antes de que venga.

—Tenemos un contrato —repite desesperado Sandor—. ¡No es idiota, le costaré demasiado!

—No conoces a El Diablo —sonríe Mo y tira de él por el cuello, asfixiandolo por unos instantes—. Somos de Calderón, cabrón, honramos nuestras tradiciones y respetamos las tuyas, pero tú no nos respetas, nos estás haciendo perder el tiempo.

—¡Déjenme salir de aquí, mi gente me está buscando!—grita Sandor, tratando de liberar sus manos atadas a la espalda—. Se han metido con la persona equivocada, no pueden escapar del castigo.

GANGSTASDonde viven las historias. Descúbrelo ahora