1. De Lo Poco, Lo Mucho

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Temo

Recibí mi primer libro cuando cumplí cinco, recuerdo haberlo pedido con mucho entusiasmo a mi madre, para ese entonces ya llevamos dos años viviendo en el Caribe, donde mi padre había empezado sus negocios, fue agradable el cambio de clima al principio, pero el idioma, la comida y las costumbres no fueron nada sencillo, supongo que para un niño tan mimado como lo era yo, en cierto punto le hacía bien salir de las ñoñerias como las llamaba Napoleón.

Elena, mi madre siempre sonriente y amable, buena con todos incluso con él, me regaló aquel libro del que al principio y por mí cortos años no entendía nada, hablaba de la naturaleza de las cosas, de como las madres en el reino salvaje protegían a sus cachorros y de como los padres en la mayoría de los casos optaban por abandonarlos.

Siempre esperé que el mío hiciera lo mismo.

Con el paso de los años me cansé de esperar, pues parecía la promesa lejana de algo que no se cumpliría.

A la edad de seis Napoleón Beras me propinó mi primera cachetada, se sintió como un golpe fuerte, que logró sucumbir mi cabeza y tumbarme al suelo, mis pocas libras y cuerpo huesudo no pudieron amortiguar la caída por lo que ese día fue escayolado agregandose a la lista de mis primeras veces.

Elena volvió de Escocia, dónde para esta fecha vivía mi querido abuelo Scott William-Laird o Pappa como le escribía de niño en correspondencia antes de que falleciera. Al ver mi brazo envuelto en aquel brazo flacucho y pálido no dudo en confrontar a la figura de sombra que moraba en nuestra casa y que hasta ese día le mantuve respeto.

Fue la última vez que la vi, mi madre, no hubo un adiós, no hubo una sonrisa, no hubo una mano con anillo dorado y esmeralda agitandose hacia a mi desde el puente de abordaje y en señal de despedida, solamente un vacío.

Recuerdo sentir la escasa consolacion sobre mis hombros y el mismo misterio que ahora me calcome, pues no entiendo y no comprendo el haberla perdido.

Mi querida madre, cuánto la extrañaba, me dolía la idea de que nunca más podría abrazarla. Recuerdo la tarde en la que la psicóloga de confianza de Napoleón se sentó en mi habitación para explicarme que mamá había muerto, lo hizo de una manera tan profesional que les juro que aun siendo un niño pude entenderlo.

Mamá odiaba a Napoleón.

¿Qué la mantenía junto a él? no lo sé, quizá solo aguantaba todo por mi, me alegro que no tuviera que hacerlo por más tiempo, aun así, la extraño.

—Señor Temistocles —Pablo me saca de pensamientos —su padre lo requiere.

—Gracias Pablo.

Pablo ha sido nuestro mayordomo, fiel amigo y mi alcahuetea personal, siempre lo he sentido más como un hermano mayor, por sus treinta y tantos años que como un mayordomo. Aún así le guardo mucho respeto y cariño.

—Qué querrá el señor.

—Asuntos de la empresa, se nota relajado hoy.

—Será cierto —lo veo sacar su libreta y dirigirse a la cocina, mientras que yo me adentro en el estudio de mi padre.

—Asiento —dice en cuanto me acerco al escritorio. Las cosas eran muy formales con mi padre, no le tengo ningún aprecio, su presencia no me provoca nada y nunca lo he visto como mi futura paterna, más bien como el jefe de esta casa y patrón de los alrededores de la misma. Manteníamos una relación distante, interacciones mínimas y breves. Él siempre mandaba sobre todo; cuando nos sentamos a comer y en en que momento nos podemos retirar, qué días podía salir y qué días debía quedarme en casa. Hasta cuando podía tomar asiento en su despacho y cuando no, esta vez llama mi atención en su petición de hacerlo.

CONVERGENCIA ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora