Alex
La inocencia es algo que jamás deberían arrebatarle a un niño porque es demasiado pura. Demasiado buena para este mundo lleno de caos e imprevistos. Nadie te asegura que mañana vaya a salir el Sol, pero tú sabes que saldrá, como una certeza, algo que ocurre con una periodicidad de tiempo. Al igual que sabes que te toca ir a clase al día siguiente, hacer los deberes y estudiar para un examen. Todo son rutinas hasta que te las rompen. Hasta que llega un vendaval demasiado fuerte y se lleva tus cimientos por delante, te deja a la deriva con trece años y un puñado de responsabilidades que no te pertenecen. Te roban la inocencia de cuajo, te hacen madurar a base de golpes y todo el mundo se escuda en que «así es la vida».
Caótica y fortuita.
Yo siempre he pensado que lo primero que vería al regresar a casa después del colegio sería a mi madre sentada en el porche. Llegaba de trabajar media hora antes que nuestro autobús. Le daba tiempo a recoger a mis hermanos pequeños de la guardería y a jugar con ellos en el jardín delantero hasta que yo y mi hermana llegábamos.
Esa era mi certeza, como que el Sol iba a salir al día siguiente.
El problema fue que aquel día a la vuelta de clase no había nadie en el porche. El coche de mi madre no estaba. El buzón seguía con las cartas dentro. No se escuchaba ninguna risa. La sonrisa de mi madre no se ensanchó cuando bajé del autobús agarrando la mano de Olivia, mi hermana.
El pulso empezó a temblarme a medida que nos acercábamos a la puerta de casa. Sentía una pesadumbre en mi pecho como si fuera una sombra que se abría dentro de mí. Nada más entrar dejamos las mochilas junto a la puerta. El ambiente estaba frío, más que de costumbre. Nadie había puesto la calefacción en todo el día.
Las tazas del desayuno continuaban en la pila de la cocina. Mamá nos había regañado esa misma mañana por no colocarlas en el lavaplatos.
—Alex, ¿dónde está mamá?
La sombra no solo estaba dentro de mí, la noté en las palabras teñidas de preocupación de mi hermana. Tenía cinco años y ya sabía que algo no iba bien. Intenté pensar una respuesta rápida que fuera creíble.
—Saldrá más tarde de trabajar, no te preocupes, renacuaja. —Una pequeña sonrisa se escapó de sus labios dándome un poco de tranquilidad.
No fue suficiente porque diez minutos más tarde sonó el timbre de casa. Era ella. Seguro. Aparecería con mis hermanos pequeños, nos haría los sándwich de queso que tanto nos gustaban y jugaríamos hasta cansarnos de tanto reír. Esa era la rutina. Esa era nuestra certeza.
Abrí la puerta con la sonrisa de un niño inocente. Esa que sale de lo más profundo de nuestro ser, que se nos hincha el pecho de felicidad y el mundo parece mucho más bonito. Dos agentes me devolvieron esa mirada que cualquier ser humano odia. Una mirada de compasión.
—Hola chaval, ¿está tu padre en casa?
—No viene de trabajar hasta media tarde. Tengo su número de teléfono.
Mamá nos había hecho memorizar el suyo y el de papá por si pasaba cualquier cosa, como por ejemplo que se presentaran dos policías en casa.
—Pero pueden esperar a mi madre, no tardará en llegar —aseguré.
Se intercambiaron una rápida mirada antes de que uno de ellos se agachara hasta quedar a mi altura.
—De eso queríamos hablarte, campeón. ¿Cómo te llamas?
—Alex —respondí sintiéndome inseguro.
¿Mamá, por qué no llegas ya a casa? Deberías ser tú quien estuviera aquí contestando las preguntas de estos dos agentes.
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Seremos Eternos
Roman d'amourSamantha Hughes desde pequeña ha tenido muy clara su vocación, el periodismo. Su familia nunca se lo ha puesto fácil y tras enfrentarse a ellos, se aventura en una nueva vida con el peso de su pasado sobre sus hombros. Alexander Cooper tuvo una inf...