CAPÍTULO 3

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Tres horas pasaron desde que la pareja de jóvenes se marchó. La mujer sentada en la tumbona, frente a su piscina, sonreía al recordar el intercambio de opiniones entre su hijo y su novia. La verdad era que la idea de Ella era una falta de cordura; sobre todo, por la seriedad con que lo sugirió. La sonrisa que sabía se dibujaba en sus labios, fue desapareciendo a medida que las palabras de Henry regresaban a su memoria.

"No puedo seguir viendo tanta tristeza en tu mirada, mamá"

"Daniella no volverá y no ha de estar contenta con tu soledad"

Sí, ya habían pasado seis años. Seis años de no haber tocado otra piel. De encerrarse en su coraza con la determinación de que jamás volvería a llorar por un amor. Regina respiró hondo al pensar en ello.

Esa era una noche despejada. Miró la luna que hacía una magnífica presentación en el cielo. En esa luna vio el rostro de la mujer que amó; su rostro, esa mirada enmarcada en hermosas pestañas que le hacían deliciosas cosquillas en el cuello cuando parpadeaba al acunarla entre sus brazos.

Un pesado suspiro escapó de sus entrañas cuando una suave brisa acarició su cuerpo. La piel de sus brazos se erizó y una solitaria lágrima le resbaló por las mejillas. Inesperadamente, sintió que las palabras de su hijo calaban en las profundidades de su mente, de su conciencia. Y la culpa se hizo eco por haberlo considerado.

 Y la culpa se hizo eco por haberlo considerado

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—No, Daniella. Nadie puede reemplazarte. No puedo olvidarte — susurró para sí al mismo tiempo que limpiaba la humedad que ya cubría su rostro.

Regina se puso en pie, haciendo eco de su fortaleza. Debía sacudir de sus hombros el ángel malvado que le decía que ya era tiempo. Que el luto ya había pasado y que ella debía continuar.

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La espalda de Kathryn fue lo último que Regina recordó haber visto antes de percatarse de que hacía mucho que su asistente había salido de la oficina, tras dejar los últimos informes que solicitó a sus pasantes. No sabía qué ocurría, pero durante la última semana, su mente se quedaba en blanco con demasiada facilidad. O, para ser sincera, sí sabía. Dentro de seis días, se celebraría la convención del Colegio de Ingenieros en Nueva York y ella, que era una habitual invitada, otra vez iría sola. ¡Maldito comentario el de su nuera! No era la primera vez, desde aquella conversación el domingo anterior con sus hijos (para ella ambos jóvenes eran sus hijos), que Regina sentía que la sangre borboteaba a través de sus venas, recorriendo su cuerpo hasta instalarse en su pecho. La sensación de que su corazón latía con mayor fuerza era cada vez más conocida. Estaba ansiosa, lo admitía. ¿Cómo pudo ceder?

¿Y si ahora sólo ignoraba la realidad de la que era presa? Su teléfono titilaba, notificándole que había recibido un mensaje. Regina se puso en pie, ignorando la notificación. Caminó hacia la pared de cristal e intentó poner atención a cualquier transeúnte que pudiera ver de lejos; el edificio era alto, que las personas que transitaban por la rivera del Hudson, se veían casi como una hormiga. Ella intentaba distraerse jugando a adivinar qué hacían, tal vez atinar el color exacto de su ropa. Cualquier cosa para ignorar que su celular le advertía la llegada de un mensaje. ¿Y si era alguna respuesta contestando el aviso que ella misma colocó en una aplicación de citas la madrugada anterior?

Oyó un nuevo pitido; la ingeniera giró la cabeza. Miró el equipo dorado sobre la mesa, juraba que lo veía sonreírle. "Regina, enloqueciste. Maldita Ella y sus ideas locas". Apretó los puños, sintiendo humedad en las manos. Las sacudió en el aire, se irguió y suspiró profundo. Nunca fue cobarde; aunque no era miedo lo que la embargaba. Era una especie de pavor por ser su primera vez solicitando compañía. Agarró el equipo y abrió la pantalla. Había tres mensajes. Sólo uno captó su entera atención, el que hacía referencia directa a su aviso:

"Maravillosa actividad en hotel cinco estrellas el día sábado, siete. Si eres una dama elegante, educada y soltera, ¿quieres acompañarme?"

"Hola. Soy Emma. 

No pusiste tu edad, pero no me importa.

Me encantaría acompañarte. (312—123—5678)"

Hay pesadillas recurrentes que se podrían comparar con lo que Regina sintió al leer y releer ese mensaje. Ese sueño en el que se cae por un precipicio, y se despierta antes del golpe. Sintiéndose un tanto agitada, se llevó el equipo a su pecho. ¿Qué seguía? ¿Responder? ¿Borrar el mensaje y olvidarse de todo aquello?

Ni uno ni otro. Simplemente, cerró la pantalla en el momento en el que su asistente, después de llamar a la puerta, entró a la oficina.

—Regina, ya el equipo de delineantes para el proyecto de Miraflores está reunido. Esperan por ti.

Oportuno, pensó la ingeniera; dejaría el tema en pausa. A veces su asistente se permitía tutearla y, en ese instante, lo agradeció, pues el matiz de confianza en su voz espantó un poco su angustia. Sin embargo, y aunque la había oído, ella parecía estar en un letargo emocional.

—¿Te sientes bien? —preguntó, preocupada, la asistente al notar que no emitía palabras.

La ingeniera parpadeó, logrando volver a tierra, a su oficina.

—Sí, Kathryn. Iré en un momento —contestó, evitando su mirada. La idea de que su empleada supiera lo que pasaba por su mente, la asustó.

Cuando ya no hubo rastros de la otra mujer, entonces soltó el aire que contenía en el pecho. Dejó el equipo sobre su escritorio, agarró el estuche con sus lentes de lectura y salió de la oficina.

ME ENAMORE DE MI SUGAR (Adaptación SWANQUEEN)Where stories live. Discover now