Una gruesa capa de sudor empapaba a Kayla desde la planta de sus pies, encerrados en prácticos zapatos planos, hasta las sienes de su cabello suelto. Con manos enguantadas, intentó dejar pasar una pequeña ráfaga de aire dentro de su largo vestido, pero estaba tan ajustado que era como tirar de su propia piel. El túnel del palacio estaba silencioso como una tumba, haciendo eco de sus quebradizos jadeos y sus pasos erráticos. Una luz azulada, tan tenue que creaba más sombras que claridad, iluminaba el camino.
Llorar le había dejado tan exhausta que cuando repicaron las campanadas del kil, Kayla todavía estaba desnuda. Por un latido, se había sentido tentada a quedarse allí, durmiendo. Su mathair ya debía estar en camino con su brathair Seth de la mano y el resto de su familia. No habían ido a buscarla, o a preguntarla si se encontraba bien. No habían enviado a nadie a recogerla. Y no le habían llevado el desayuno a la habitación. Si se quedaba a nadie le importaría, intentó engañarse.
Pero conocía a su mathair. Si faltaba a un oficio, las frías palabras que la Reina le había dedicado esa mañana no serían más que un ensayo.
Había conseguido vestirse entre diez campanadas -cosa que no fue sencilla, pues el vestido tenía dos docenas de diminutos botones- y había corrido con un desconocido vigor mientras se encajaba los zapatos. En la entrada al túnel había preguntado a los dos armados Lares que lo custodiaban si la Reina ya había entrado, recibiendo una mirada desaprobatoria y un lacónico «sí». Sin mayor dilación, Kayla se había lanzado de cabeza hacia delante, pero no podía correr más.
Sin el batido que su mathair le permitía tomar a primera hora del día, el cual, según sus doctores, tenía «todo» lo que una «chica como ella» necesitaba, Kayla no tenía ningún lugar del que sacar reservas.
Su vestido, con el fin de ocultar la fragilidad de su figura, era puro relleno. De la forma más incómoda posible, hacía sus brazos más gruesos, sus hombros más anchos sin dejar de resultar femeninos, su busto ridículamente protuberante y unas caderas que contorneaban atractivas curvas a sus costados. La amplia falda se ocupaba de cubrir sus piernas por completo, y de meterse entre ellas a cada paso.
Aquel traje había sido creado para sustituir su cuerpo. Y era ese excesivo relleno el que estaba cociéndole con su propio calor. La impenetrable tela no dejaba ni un resquicio para transpirar. Tampoco podía soltar uno de los firmes botones porque rompería con el efecto que creaba, descompensándolo en sus hombros. Así que, ahogándose en su agobio, se pasó los dedos enguantados por el cabello para airear sus sienes. No quería pensar en qué cara pondría su mathair cuando viera que no estaba peinada, y que no se había maquillado.
Kayla casi se detuvo al recordarlo. Su rostro no era diferente al de un cadáver recién exhumado. Desde la posición privilegiada del palco de la familia monárquica, alzándose sobre todos incluso en el kil, no creía que nadie pudiera ver su rostro con suficiente claridad como para darse cuenta. Rezó para que fuera suficiente para la Reina.
Otra pareja de Lares protegía el final del túnel, asegurándose de que nadie accedía al Palacio Real. Con expresiones neutras, le dejaron pasar a través de su barrera y uno de ellos la escoltó hasta su palco.
El oficio ya había comenzado. La mirra humeaba en grandes incensarios, envolviéndoles en su suave olor. La rasgada voz de la Voz de las Diosas resonaba en el pabellón del kil como si manara del altísimo techo en vez de una pequeña anciana con problemas para controlar su mal genio. Kayla no pudo entender contra qué estaba despotricando ahora. Lo único en lo que podía pensar no era ni siquiera en los reproches con los que su mathair la azotaría, sino en dejarse caer en su asiento y no moverse en el resto de la hora.
Su familia estaba sentada en una fila perfecta, viendo y siendo vistos por el gran pabellón y el atril en el que la anciana hablaba con su inconfundible indignación. El Rey Kenneth II y la Reina estaban lado a lado en mitad del palco y el príncipe se sentaba junto a su mathair. Los antiguos monarcas y parantan del actual Rey se sentaban al otro lado de su mac, separados por una única silla vacía. Una silla en la que Kayla debería estar sentada.
Bajo la atenta mirada de los Lares personales de su familia, colocados a lo largo del palco, Kayla avanzó de puntillas. Los guardianes parecían maniquíes, mostrando la diestra habilidad de un sastre. Sus uniformes -una casaca negra con la silueta de un pájaro bordado con oro a la altura del corazón y unos pantalones bombachos, elegantes a la par que prácticos- estaban hechos a medida, diseñados tanto para que pudieran acompañar a la realeza en vida como para morir con estilo por ellos. Su única arma era una larga espada de cristal que colgaba de sus cinturones con una detallada empuñadura, diferente en cada Lar. Las Diosas, al fundar Animus, habían forjado las cien espadas que solo podían ser otorgadas a los guardianes reales. Kayla nunca había visto una desenvainada y a veces, cuando sus ojos recaían demasiado sobre ellas, se preguntaba si eran tan pesadas como aparentaban o ligeras como el hielo.
A medio camino de su asiento, su mathair volvió el cuello -lo cual debió producirle un terrible dolor de sienes- y le detuvo con una mirada glacial. Sacudió la cabeza una vez. «No». Se volvió al frente y pasó una mano por la repeinada melena rubia de su mac, como si no hubiera sufrido ninguna interrupción. Kayla vaciló hasta que uno de los Lares de la Reina dio un paso hacia ella para echarla.
Retrocediendo, no estaba segura de qué significaba aquella negativa. ¿Era libre para regresar al palacio? Ya iba a recibir un castigo por llegar tarde y mal arreglada. Si se quedaba, ¿podría aplacar el enfado de la Reina de alguna forma?
Kayla apoyó la espalda contra el muro de cristal, fuera del alcance de cualquier mirada, y se obligó a pensar. Lo único que quería era un lugar donde poder recostarse y descansar. Su corazón todavía trotaba por la carrera que había hecho hasta allí y su cuerpo estaba irritado por la dilatación de sus venas, nada acostumbradas al ejercicio físico.
Renqueante, caminó por el pasillo que conectaba con los palcos de las familias aristocráticas de Geal. Sus propios guardianes contratados, una vaga imitación de los Lares, bloqueaban las entradas y lanzaban miradas desconfiadas a Kayla como si fuera una mendiga. A medida que se encogía más y más con cada paso, como si le hubieran pegado un chispazo, la princesa se dio cuenta de algo inspirador: nadie le reconocía. Y, en cuanto el pensamiento cruzó su mente, una idea demencial, quizá mortal, empezó a alimentar su espíritu exhausto.
Con los dedos agarrotados, se sujetó a la barandilla mientras bajaba las escaleras semiocultas que descendían hasta el gran pabellón del kil. Los Lares que protegían aquel trayecto no intentaron detenerla ni persuadirla para que regresara.
Atravesando un pequeño portón, la princesa se encontró entre más gente de la que había visto reunida en su vida. Hasta el último de los bancos estaba ocupado, aunque algunos fieles se mantenían en pie para ver mejor. Quienes habían llegado más tarde se quedaban levantados donde podían o se sentaban contra las diez columnas que atravesaban la sala, escuchando con voracidad lo que la anciana proclamaba.
Desde ahí abajo, el kil parecía mucho más grande y ella nada más que una diminuta hormiga. Los amplios incensarios colgaban de gruesas cadenas de cristal sobre sus cabezas, santas y Diosas observándola desde los rincones, metiéndose bajo su piel con sus miradas torvas. A tres metros del suelo se alzaban los enormes ventanales, fragmentando la luz del día a través de recreaciones de las divinidades. Y al fondo de la larga hilera de bancos, el atril en el que se alzaba la engalanada Voz de las Diosas irradiaba riqueza con sus detallados paneles dorados, sus bancadas de violáceas malvas y las rebosantes copas de diamante.
A sabiendas de que era la primera vez que estaba fuera de la protección de su familia, con sus primeros pasos entre los mortales, Kayla cerró su boca asombrada, acosada por la certeza de que iban a reconocerla al instante. Sin vacilar, esa marabunta se lanzaría sobre ella para descuartizarla con sus propias manos, como tantas veces su semathair, con una sonrisa macabra, le había dicho que harían de tener la más mínima oportunidad.
Durante minutos contuvo el aliento, apretando sus manos con ansiedad contra su pecho, pero las pocas miradas que recayeron sobre ella no tardaban en desviarse sin el más mínimo asomo de interés. No era más que una chica entre la multitud. Nada más.
Kayla sonrió para sí misma y se sentó en el primer hueco que encontró junto a una columna, cerca de una mujer que llevaba a su bebé colgado del pecho. Apenas había tocado suelo cuando la princesa se abrazó las rodillas por encima de la falda, asegurándose de que no dejaba ni un resquicio de piel al descubierto, y cerró los ojos solo un segundo...

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Noroi
FantasyEn Ar Saoghal existen dos tipos de personas: los que nacen sin habilidades y los norois. Perseguidos y temidos, los norois llevan siglos obligados a vivir como parias; una situación que solo empeora cuando la República de Morkt cae bajo el Golpe de...