Capítulo 1 (Parte 1)

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Año 1065 desde la Muerte de las Diosas


Aquella noche, precursora del inevitable desastre, Kayla Lasair apenas había podido conciliar el sueño. Bajo sábanas de satén había dado mil vueltas, incapaz de deshacer la creciente presión que se agolpaba en su pecho, tras sus ojos y nuca. Había contado los segundos esperando caer rendida de puro aburrimiento, pero el paso del tiempo le agobiaba. Había intentado recordar por qué había reído la última vez, pero su memoria se negaba a otorgarle tal capricho. Había intentado llorar, pero no tenía fuerzas.

Otro Día de las Diosas había llegado y, cuando las primeras luces del día se filtraron con timidez por las paredes de cristal de su espartano dormitorio, Kayla estaba agotada. Con el rostro embozado en el grueso edredón de su cama, oteó la habitación, aferrándose a su inmutabilidad. Solo su mesilla de noche, un armario de mudas limpias, las dos sillas donde solían impartirle sus clases matutinas y la amplia cama con sus tupidas cortinas se atrevían a reclamar un pedacito del vasto espacio. El conjunto no transmitía ninguna calidez ni personalidad. El tono azulado del grueso cristal que levantaba suelos y muros a su alrededor le acosaba bailando hasta debajo de sus párpados a todas horas, sin descanso, sin escape.

No se molestaron en dar ni un toque en la puerta. Silenciosos como hormigas, cinco sirvientes con los rostros cubiertos de barbilla a frente con máscaras del color del rubí se deslizaron por la estancia. Kayla cerró los ojos mientras se acercaban a ella. No los abrió mientras apartaban una a una las capas de la cama, permitiendo que el frío le mordiera a través de su camisón, erizando su piel sin vello. Envuelta en su propia oscuridad, el vértigo le hizo tensarse al levantarla en volandas y dieron los ocho precisos pasos que llevaban a su cuarto de baño.

No intentó resistirse cuando la desvistieron. Ni cuando la sumergieron en una bañera de vaho hasta el cuello. Sus párpados enrojecidos se abrieron poco a poco como una flor preparada para marchitarse y un profundo suspiro abandonó su pecho.

Con sus camisas arremangadas hasta los codos y sin desplazar sus máscaras, los sirvientes le frotaban con cepillos de gruesas cerdas con tanto ímpetu que parecían querer arrancar su pálida piel de los huesos. Sus manos no eran crueles, pero su toque despertaba calambres y crujidos en los miembros anquilosados de la joven.

No intentó tomar el control. No les ahuyentó. Trató de recordar que no hacía mucho tiempo se habría respetado lo suficiente como para lavarse sola, pero cada día le resultaba más complicado pensar por qué no podía depender para todo del servicio del Palacio Real. Después de todo, si no lavaran su cuerpo cada amanecer, la princesa de Geal se limitaría a estar en remojo en la bañera, rezando a las Diosas para que no le dejaran ahogarse.

En una ocasión, uno de sus tutores había mencionado que una de las características comunes de la adolescencia era adquirir un fuerte sentido de la íntima privacidad e independencia. Kayla no podía recordar el rostro del hombre -y nunca le daban su nombre- pero, si pudiera, lo describiría a un artista y lo repartiría por todo Ar Saoghal para evitar que ese charlatán embustero pronunciara una sola palabra más.

A sus catorce años, lo único que se estaba arraigando en Kayla era una pesada fatiga que le perseguía en todo momento, una enorme falta de interés ante todo que no implicara comer o dormir y una indiscutible dependencia. No se sentía «florecer», ni «madurar», ni mucho menos una «mujer». Si acaso se sentía preparada para algo era para trenzar una cabellera de plateadas canas y pasarse el día balanceándose en una mecedora, contemplando el jardín bajo una amplia sombrilla.

Tras frotarle hasta bajo las uñas de los pies, los enmascarados volvieron a sacarla como quien captura una lombriz con las manos desnudas y le secaron con tal potencia que la chica estuvo segura de que en escasas horas vería nuevos hematomas. Sin descanso, cepillaron sus anaranjados mechones ondulados desde la raíz hasta las puntas de su larga melena, la cual rozaba su cadera. Las toallas desaparecieron y una nube de colonia la impregnó, cosquilleándole la nariz con una agresiva imitación de rosas y jazmín, antes de volver a arrastrarle fuera del baño sin molestarse en cubrir su cuerpo. Nadie había pronunciado ni una palabra. Nadie decía nunca nada.

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