Año 1054 desde la Muerte de las Diosas
Era un hecho probado que en Ar Saoghal había pocos lugares más asquerosos que las prisiones de Morkt. Entre las más grotescas edificaciones destacaba con creces la de Seyhlam, su capital, la cual había sido creada con el específico objetivo de corromper las ánimas más crueles y perversas. Miles de criminales que habían perdido la humanidad habían dado con sus huesos allí con la tácita promesa de que nunca más volverían a ser tocados por la luz del sol. En buenos tiempos pocos se habían molestado en pensar que quizá aquellas celdas eran el infierno en la tierra. Un castigo que nadie merecía. Pero eso era en todo lo que ahora podía pensar un joven de no más de seis años que, junto con su hermana de dos, sucio y famélico, castañeteaba los dientes entre los infranqueables muros de la prisión.
El hedor a heces humanas todavía le mataba el olfato. Sentado sobre uno de los dos catres de acero oxidado de la celda, sin colchón ni manta entre los que resguardarse, en la celda apenas había espacio para moverse. En una esquina se alzaba un cubo de metal con viejos desperdicios humanos incrustados, mientras que en la opuesta otro aguardaba repleto de agua estancada. Iluminados por la fría luz de una bombilla, parecían rivalizar entre los dos para ver quién presentaba el aspecto más nauseabundo.
Con la lengua arenosa y el mareo de la deshidratación, el niño no se planteaba beber de aquellas aguas turbias y espesas. Porque no estaba tan desesperado. Todavía.
En sus brazos morenos su hermana se revolvió una vez más en el preludio de un llanto. El niño se tragó las lágrimas con el rostro encarnado y su mirada se serenó sin dejar de mecer a la pequeña sobre su regazo.
Los hierros del catre se le clavaban como cuchillos en las nalgas, pero no cambió de postura. La inestable seguridad en la que dormía su hermana era lo único que le impedía arrancarse el pelo a puñados y chillar su pánico. Él era el hermano mayor. Su responsabilidad era cuidar de ella, al igual que su hermana mayor había cuidado de él, e igual que su hermano aún más mayor de ella, e igual que su hermana infinitésimamente mayor había cuidado de él —y de todos—.
Siempre se habían tenido los unos a los otros. Si uno se metía en problemas, los demás estarían allí para solucionarlo. Si uno necesitaba protección, los demás le cubrirían las espaldas. Los cinco unidos eran imparables, intocables. O así lo había creído el niño antes de ver cómo sacaban a sus hermanos mayores de la celda, uno a uno. Y ninguno de ellos había vuelto.
No había captado ni el eco de una risa en horas. Cuando esos hombres marcados con un círculo de ceniza en la frente les habían sacado de sus camas en mitad de la noche, no habían dejado de repetir que habían sido elegidos para un juego. Que, si cooperaban, todos podrían ganar. El niño, al igual que sus hermanos, había sabido desde el principio que estaban mintiendo. Porque, aunque en la oscuridad no habían podido ver sus pistolas ocultas entre los pliegues de sus trajes, habían sentido la violencia impresa en cada uno de sus músculos, su ciega determinación. No había lugar para la misericordia o el arrepentimiento en ellos, y mucho menos para la diversión.
Como ecos incontenibles, el niño podía sentir a través de las estrechas paredes de su celda a los demás jóvenes que habían apresado con mentiras y agarres de acero, tan aterrados como él no podía permitirse estar. Su hermana pequeña todavía no tenía edad para comprender el nervio y terror que le embestían aun sin pertenecerle, pero eso no erradicaba el hecho de que podía sentirlo tanto como él. Guiado por la desesperación, el niño visualizó una firme barrera en torno a su hermana, tal y como su madre había empezado a instruirle escasos días antes. Y lenta, muy lentamente, su hermana volvió a relajarse en sus brazos.
El niño soltó un suspiro entrecortado. El lamentable estado de su hermana lo avergonzaba. Su tez castaña como el roble estaba oscurecida por la porquería de la celda. Vestida con su pijama de una pieza y los calcetines que su abuela había tejido para ella, la prisión había conseguido desgarrar y mancillar las prendas que en días mejores le habían garantizado pura comodidad. Su pañal estaba lleno, irritando su delicada piel, pues no les habían dado nada con lo que cambiarla desde que les encerraron. Perdido, el chico no quería pensar que más pronto que tarde el hambre y las molestias se agravarían y poner una barrera sensorial a su hermana no sería suficiente para mantenerla calmada y en espera.

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Noroi
FantasyEn Ar Saoghal existen dos tipos de personas: los que nacen sin habilidades y los norois. Perseguidos y temidos, los norois llevan siglos obligados a vivir como parias; una situación que solo empeora cuando la República de Morkt cae bajo el Golpe de...