Veo la hora en el pequeño reloj de mano que acostumbro dejar junto a la almohada; por enésima vez.
Apenas son las dos de la madrugada.
Pero estoy inquieta, y no puedo conciliar el sueño.
Decido levantarme y sin siquiera molestarme un poco por buscar algún calzado que abrigue mis pies, salgo de la habitación.
El corredor esta solo y en completo silencio.
¿Quien además de mi sería capaz de melodiar por esta inmensa mansión en plena madrugada?
Pues nadie.
Camino despacio por los laberinticos corredores que conforman el área de las habitaciones.
No tardo en llegar a las escaleras de caracol que llevan a la planta baja y por ende, a la cocina.
—...un amor como yo quiero, de esos que no hacen sufrir ma'... —canto en voz baja un fragmento de la canción favorita de Gala, mientras enciendo la estufa— ...un amor como el primero, pero que dure hasta el final... —la leche que coloque en la tetera empieza a hervir, por lo que agrego el chocolate y la azucar— ...un amor tan dulce y tierno, que me de ganas de cantar...
Ahora que lo medito, esta canción es demasiado romántica y profunda para alguien tan seria y gélida como mi mejor amiga, pero bueno ¿quién soy yo para juzgar?
Sirvo el chocolate en una taza, lavo la tetera y la guardo su lugar.
Me encamino hacía las escaleras de caracol y subo con cuidado; no quiero derramar mi bebida.
Al llegar arriba, cruzo en dirección contraria al área de las habitaciones y su defecto me dirijo a la biblioteca.
Las puertas de estas siempre están abiertas y las luces encendidas. Esto se debe a que Guillermo; mi primo, se la pasa internado aquí.
El a diferencia de su estúpida hermana, es tratable.
A mi no me gusta leer, pero la razón por la que vengo seguido a este inmenso lugar es muy simple; adoro el gigantesco balcon que se extiende detrás de los enormes vitrales que en este momento se encuentran cerrados.
Caramba.
Dejo la taza en una mesa cercana y pongo manos a la obra.
La brisa nocturna me golpea la cara cuando logro mi cometido, vuelvo por mi taza de chocolate caliente y le doy un sorbo.
—¡Ay!
Me queme.
Eso me pasa por intrépida.
Al salir de la biblioteca me arrepiento de no haber traído zapatos; el piso esta helado.
Me siento en un suave sillón individual de color ocre, mi favorito.
La vista desde aquí es impresionante y el frío también; el otoño esta por acabar.
Le doy un segundo sorbo a mi bebida, esta vez con más cuidado.
—Los extraño chicos —mascullo sin poder dejar de pensar en mis amigos; en mi familia—. Te extraño Lían.
Y mis mejillas arden al caer en cuenta de lo que he dicho.
Hace un par de días.
—¡Pásamela, Taiana! —me pide Nora, pero yo estoy acorralada.
Se me acaban las opciones.
—¿Qué pasa, niña rica? —espeta Cristina; sus ojos avellana reflejan la adrenalina que le causa este juego— ¿Se te olvidó como patear un balón?
Claro que no.
Aprovecho su distracción para hacer mi jugada maestra y lanzarle el balón a Nora.
—¡Vamos, tu puedes! —animo a la pelirroja, quien después de librarse de las amigas de Cristina, anota un golazo.
Hemos ganado.
—¡Eso estuvo genial! —exclama Miguel Angel, saltando con efusividad.
Sonrío y me acerco a Nora.
—Eso fue impactante —le confieso, tomándola por los hombros— ¡Fué lo máximo!
Ella ríe ante mi gesto.
—Los cuatro estuvimos excelentes —me corrige, para luego hacerme una seña con la cabeza.
Me volteo.
—No has perdido el toque, Taiana —suelta Lían con suavidad, trayendo consigo una botella con agua.
Sonrío.
—Tú tampoco has perdido el toque, y eso que ya eres una reliquia antigua —me burlo, antes de tomar un sorbo de agua.
El frunce el ceño; fingiendo indignación.
—Para tu información apenas soy mayor que tú por cinco años —replica cruzando los brazos, aunque luego duda y se corrige:— soy mayor que tú por cuatro años, ocho meses y quince días, para ser exactos.
—Sicópata —le digo, salpicando le agua en el proceso—. Veamos cuanto puedes correr, reliquia antigua.
Y no puedo ver su reacción, ya que de un momento a otro nos encontramos corriendo como niños pequeños por todo el vecindario.
—¡Te atrapé! —grita Lían, cuando me sujeta por el brazo— ¡Ahora te la verás conmigo!
Suelto una carcajada.
—Dejame, tonto —le ordeno, cuando me envuelve en sus fornidos brazos— ¡Suéltame, apestas a mono! —digo entre risas.
Y lo único que gano es un fuerte y apestoso abrazo de oso.
De vuelta al presente.
Me encuentro a solo unos metros de mi progenitor.
Estática.
Tengo tanto tiempo sin verlo que tenelo frente a mi se me hace irreal.
Me sorprende verlo, pero no puedo decir que me alegra.
No siento nada hacía mi padre.
Y no es hasta este momento que me doy cuenta de ello.
—Volviste —declaro con lentitud, dando un paso al frente.
Sus rostro se ve cansado y unas grandes ojeras habitan bajo sus ojos, el traje azul marino que trae puesto le hace ver poderoso e imponente; más de lo que ya es.
Yo todavía me encuentro descalza y en ropas de dormir.
—Hija —pronuncia por un momento con su monótona seriedad, pero para mi sorpresa, agrega:— ¡Cuánto has crecido mi pequeña!
Y de un momento a otro me encuentro rodiada por sus brazos, en un cálido abrazo.
¿Cuántas veces de niña esperé un cálido abrazo por parte de mi progenitor?
Incontables veces.
No correspondo; no quiero y el lo nota.
—¿Qué te sucede, hija? —cuestiona cuando se aparta. Al parecer confundido— ¿Está todo bien?
No.
Nada esta bien en mi vida.
Y es su culpa.
—Estoy de maravilla —le respondo entre dientes.
Me dijo que volvería antes de mí cumpleaños número quince y no lo hizo.
Me cambió de instituto sin siquiera escuchar mi opinión.
Me prometió que sí cumplía con las horribles cátedras de piano, violín, canto, etiqueta y todas las demás, podría empezar a tomar mis propias decisiones y ¿qué creen?.
También me mintió.
Me doy la vuelta y antes de marcharme, agrego:
—Debo ir a prepararme, padre —le aviso con repudio—. No quiero llegar tarde a clases...
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Taiana
Romance"Dicen que puedes sacar al hombre de la calle, pero nunca que podrás sacar la calle del hombre". Y es totalmente cierto. Yo lo viví a flor de piel. Nací y crecí en un lugar al que mucha gente le teme y que nadie quiere conocer. Las favelas de Río de...