IV

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Las llamas abrasadoras avivadas por el viento consumían la vieja madera del navío.

—¡Edward!

Nombraba a cada hombre de su tripulación a través de gritos desesperados. Se sentía asfixiada, con la garganta agotada y los ojos en el mismo estado por el humo. Una sensación desgraciadamente familiar.

Ahora se encontraba atada a uno de los pilares del barco, mirando a su alrededor, en busca de cualquier señal de vida humana, las llamas estaban a punto de alcanzarla. Y, finalmente, una silueta frente a ella que, debido a la humareda, era incapaz de identificar.

—¡Desgraciado!

Los insultos se volvían cada vez más violentos. La mujer no controlaba sus palabras, sino que algo externo a ella la impulsaba a hablar.

Una rápida y sangrienta imagen la hizo despertar de golpe.

Estaba empapada de sudor frío, su pecho subía y bajaba descontroladamente, sus manos se aferraban a las sábanas y sus pupilas temblando le indicaban la aproximación del desborde de las lágrimas.

Se levantó como pudo entre su aturdimiento, tomando la espada que mantenía bajo la almohada para salir de la habitación, cruzando su despacho, llegó al exterior en busca de aire fresco.

—Grumete.

Una extraña sensación de alivio la invadió al ver a Hawise en el mismo lugar que charlaron días atrás. No pudo evitar sonreír ante el recuerdo y se acercó con cautela.

—Mala noche, por lo que veo—ladeó una sonrisa—. ¿Te encuentras bien?—preguntó al observarla de cerca.

—Un mal sueño—suspiró, aspirando el aire fresco—. Ahora mejor.

Los primeros rayos de sol se extendían, lejanos a ellos en dirección al fin del mundo, reflejando su luz al mezclarse con el manto azulado. Fue una sensación de calidez que hacía irradiar felicidad en el rostro de la mujer.

—¿Cómo has llevado la primera semana?

—Ya no me mareo tanto—apartó la mirada al hacer contacto visual—. Y, bueno, creo que me he acostumbrado a la tripulación.

—Bien, entonces—tomó otro respiro profundo.

Volvió su vista de nuevo a ella. Los mechones de su pelo acariciaban revoltosamente las mejillas de la pirata. Su piel, impregnada de un sutil sudor por su pesado sueño, brillaba como si de un hada se tratase. Sus ojos viajaron por todo su cuerpo y apartó la mirada de inmediato al ver que todavía traía puesta la ropa de noche, un camisón largo y ligeramente transparente.

Unos pasos rápidos y pesados le llevaron a girarse hacia el otro lado, viendo al segundo al mando con un rostro preocupado.
Llamó su atención el hecho de que ella no hubiera reaccionado de la misma manera, como si supiera de quién se tratara.

—Buenos días, Ed—una dulce sonrisa se dibujó en su rostro sin abrir los ojos, sintiendo la brisa aún sobre su piel.

—Capitán—suspiró aliviado—. No estaba en su camarote y...

—Siento haberte preocupado—habló esta vez girándose hacia él—. He tenido un mal sueño.

Los ojos de Edward se posaron sobre el nuevo a bordo con sospecha.

—¿Todo en orden?

—Por supuesto—comenzó a caminar en dirección contraria—. ¡Despierta a esos bribones, voy a cambiarme!

Un silencio abrupto se formó en el ambiente entre los dos hombres, hasta que uno de ellos decidió tomar la palabra.

—No aconsejaría acercarse demasiado a la capitana.

El tono amenazante no pareció hacer efecto en Hawise, quien irguió su espalda, sorprendiendo a Edward al notar una actitud completamente diferente.

—Es difícil cuando es ella quien lo hace.

—Creo que tienes la capacidad suficiente para entender a todo lo que estamos dispuestos por Freya—habló con suspicacia—. Ella nos dio una nueva oportunidad y no permitiremos que nadie la lastime, así que camina con los ojos puestos en cada paso que das, "grumete"—zanjó para alejarse a las habitaciones.

Sin embargo, sus advertencias debieron haber sido más contundentes, dispuestas a alejar a ese individuo de ella porque, según pasaban los días, Hawise y Freya se hacían más íntimos. Y no se trataba de que ella los dejara de lado, jamás lo haría y nunca mostró ningún comportamiento al respecto de hacerlo. Pero el corazón de Edward no podía soportar cada vez que él se acercaba a ella, que rozaban sus hombros, acariciaba sus manos, o las charlas que compartían siempre en el mismo lugar del barco, a ojos de todos, sin importar nada más que ellos.

Moría de celos y de tristeza, pero la sonrisa y felicidad de su amada le impidió actuar con severidad, manteniéndose al margen de la situación y enterrando sus sentimientos, o al menos intentándolo.

—¡Caballeros!—llamó Freya desde el timón para reunir a la tripulación—. Pasados ocho días llegaremos a nuestro destino final.

Todos escuchaban con atención cada palabra de su capitán.

—¡Quiero que para entonces todo esté preparado!—caminó hasta asomarse por la baranda—. ¡Listos para abastecernos de riquezas! ¡Para uno mismo y para nuestras familias!

Los vítores se hicieron presentes en medio del silencioso y solitario océano. Los sombreros de tela de los piratas fueron arrojados al aire, contentando al capitán del barco, dichosa ante tanta felicidad.

—¿Y Haw?

—Escribiendo otra carta a su familia—respondió con indiferencia.

—¿Ocurre algo, Edward?

Cerró los ojos con fuerza. Sabía que si la capitana recitaba cualquier nombre al completo, sin abreviaturas, había tomado una postura de completa seriedad.

—Estos meses te he notado distante—se acercó, tomando su brazo como a un príncipe a punto de sacar a su princesa a bailar—. ¿Ha ocurrido algo malo?

—Nada—respondió con la voz temblorosa.

—Insisto, Edward—se acercó más hasta abrazarlo—. Me importas mucho, lo sabes. Hemos pasado por mucho juntos, desde el inicio... Y no quiero verte en este estado.

Sus ojos inocentes se cruzaron con su cruda mirada llena de dolor. Deseaba dejar de sentir amor hacia ella, porque era lo más doloroso y no creía ser capaz de seguir soportándolo.

—La quiero, mi capitán—suspiró, rodeándola en un cálido abrazo—. Y siempre seré su más fiel segundo al mando. No tiene que preocuparse por mí en absoluto, sólo por usted. Verla feliz es lo único que importa.

—Edward...

—¡Al ladrón! ¡Edward nos roba el hijo de la capitana!

Dejando sus quehaceres, la tripulación comenzó una serie de ruidosos abucheos hacia el segundo al mando abrazado al capitán.

—¡Silencio, insolentes!

La cómica situación con sus hombres peleando por su atención y su mano derecha exigiendo respeto hacia ella, le hizo estallar en risas.

Esta era su vida. Y fue una vida perfecta y llena de felicidad.

Si pudiera haber visto hacia el futuro, hubiera deseado con todas sus fuerzas que aquel fuera su final feliz.

ÉRASE UNA VEZ DOS CORAZONES ROTOS || CAPITÁN GARFIO | KILLIAN JONES X LECTORADonde viven las historias. Descúbrelo ahora