Operación especial

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Amaneció temprano, mucho más temprano de lo normal. Se duchó, se arregló, aunque esta vez decidió no usar la colonia, ya tenía pensado su disfraz y ese elemento no encajaba. Desayunó su café con sus pastas de mantequilla, se lavó los dientes, dobló el pijama y lo guardó en su rincón del armario, en la cama quedaba horrible. Ese día no se preparó un té, le habría costado entrar ya en el papel de haberlo hecho.

Para el disfraz necesitaba hacer algunas compras por lo que le tocó esperar a que abrieran las tiendas. Pensó en fumarse la pipa del día anterior pero rectificó a tiempo, el olor de la pipa podría delatarle. En lugar de eso se dedicó a recuperar los diez minutos de lectura que le faltaban.

Se le pudo ver en la entrada de uno de estos grandes almacenes. esas tiendas gigantes a las que ya se había acostumbrado. Vio subir la verja de seguridad y soportó con dignidad la mirada curiosa del trabajador que estaba abriendo el negocio.

—Abriremos en media hora.

—oh, vale, ¿Puedo esperar dentro?

—No Señor, en media hora estará todo a punto.

Contratiempos, la vida se podía definir desde sus contratiempos. Ni el día más perfecto podía librarse de ellos. No tuvo más remedio que quedarse allí, frente a la puerta, a esperar. Así lo hizo. Por suerte no fue media hora sino que le dejaron entrar antes y la espera se redujo a quince minutos. Fue directo a la sección deportiva, buscaba un chandal azul con una uve verde fosforito. Lo había visto en una foto de un entrenador de fútbol. Aparte de eso debería encontrar la gorra también, así ya no le reconocerían. El primer problema llegó al descubrir que ese chandal no estaba y no había ninguno similar. Se contentó con uno rojo y rosa de cuerpo completo. La gorra también le dio problemas pero lo superó más rápido. Tomó una que le recordaba, por la forma, a un sombrero y que, gracias al colorido y a los motivos florales, conseguiría que se sintiese disfrazado con ella. Con eso se fue a pasar por caja y luego a prepararse. Si ellos llegarían al Tenet a las 13.30 él debería estar media hora antes allí como mínimo. Necesitaba tomar la mesa más discreta y apartada posible.

Ese día, debajo de la chaqueta del chandal se puso su camisa de la suerte, una camisa blanca de cuadros negros. Llegó al restaurante a las 12.30, no le gustó nada lo que se encontró. La mesa en forma de ese que había ocupado todo el restaurante en su día, ahora había sido sustituida por mesas para cuatro, con manteles impersonales blancos y cubiertos típicos de restaurante. Tras asimilar el entorno decidió que lo mejor era sentarse en una mesa que se encontraba al lado de una columna. Cerca de cualquier lugar y, a la vez, apartada y protegida. Si el local no se llenaba mucho podría oírlo todo desde allí. Desde ese sitio podía ver también la cristalera de la entrada y dar la espalda a la mesa en la que eligieran sentarse.

Consideraba que era demasiado pronto para comer por lo que pidió una limonada y le trajeron esa cosa horrible con gas. No tuvo que esperar mucho para ver llegar a Abuncio. Entró con su sonrisa característica. Dando pasos largos y moviéndose rápido, se dirigió directamente al servicio. Fernando se ajustó la gorra para asegurarse de preservar la discreción. Era el único cliente sentado en el local.

Seguía mirando la puerta cuando notó unos golpecitos por la espalda. Abuncio estaba allí, sonriente.

—¡Qué casualidad! No sabía que venías por aquí. ¿De qué vas vestido?

A Fernando las palabras no le acudieron a la mente, se quitó la gorra y esperó a que Abuncio se sentara a su lado y le ofreció el mejunje que tenía delante. Abuncio se rio y bebió tranquilo.

—Te la han colado, ¿eh? —le dijo mientras daba otro sorbo a la bebida refrescante —he quedado con una persona aquí pero al final iremos a otro lugar. Hasta que sea la hora te acompañaré un rato, que hace mucho que no hablamos.

El gesto de Fernando demostraba que el concepto de mucho era muy diferente para ambos. El último encuentro había sido la semana pasada y fue a partir de ese día cuando reaparecieron las dichosas cartas. Algo le decía que no se detendrían por lo menos hasta pasadas unas semanas.

—No había venido nunca aquí desde que cerraron el Lusitán —afirmó Fernando.

—¿Y qué te ha hecho venir hoy? creo que me persigues y no te das cuenta.

La risa fuerte y estridente de Abuncio era incontenible, era tan exagerada que incluso Fernando no podía resistirse a sus efectos. Un daño colateral.

—Me alegra verte sonreír, pensaba que ya no sabías hacer eso.

La sinceridad de Abuncio, por otra parte, se convertía en tormentas interiores, debacles descontroladas que invitaban a la honestidad. Fernando no quería eso, había conseguido cambiar, reservar todo para su interior. Había logrado apagar todas las velas que hacían que las habitaciones fuesen amarillentas y, sin embargo, allí estaba Abuncio, con su sonrisa y sus apreciaciones de refranero popular removiendo los posos del dolor. No podía quedarse indiferente.

—Fernando, ¿te puedes sentar allí?, me deslumbra ese foco y no te veo bien —Sin pensarlo siquiera Fernando se cambió, fue un acto instintivo y se dio cuenta tarde que había perdido la visión de la puerta de entrada.

—Mucho mejor, muchas gracias. Ese chandal no te pega nada —le dijo Abuncio sonriendo —¿Estás cambiando de estilo?

Antes de que Fernando pudiese responder Abuncio se terminó la bebida y le dijo:

—Me tengo que ir ya, ¿quedamos mañana a comer? te invito.

Sin esperar la confirmación se fue bastante rápido. Tan rápido que a Fernando apenas le dio tiempo a girarse para mirar la entrada. La vio solo unos segundos y deformada por los reflejos del vidrio rugoso pero estaba claro que era ella. Tras cruzar unas palabras con Abuncio se dio media vuelta y desaparecieron. Fernando se quedó en la mesa mirando el vaso vacío, se encontraba en el único lugar del mundo que se había vetado a si mismo. Por educación, miró la carta y pidió una lubina al horno.

Mientras se la comía disfrutó, el jugo de los pimientos mezclado con la esponjosidad de las patatas le resultaron una delicia. De pronto la luz que se reflejaba del exterior a través de los cristales se convirtió en un espectáculo de brillos. El silencio y calma del local pasó a ser un tesoro. Se odió a si mismo por ver cosas buenas en ese lugar, pero no consiguió cerrar los ojos a eso. De alguna manera Abuncio había roto el cajón.

Al final pagó la cuenta y se volvió a casa. En su cabeza latía una pregunta. ¿de qué estarían hablando esos dos? Pero por encima de ella había otra que gritaba más fuerte ¿Qué me está pasando?

La historia de un barDonde viven las historias. Descúbrelo ahora