El efecto del tiempo (año 2005)

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«Alberto, tienes que venir por aquí algún día. Organízate un viaje con tu familia o algo, se te echa de menos. Quizás podamos pedirle a los del restaurante que nos cedan tu antiguo local por una noche. Eso sería genial. La verdad es que pienso sobre todo en Fernando, creo que necesita un empujón. Antes de que cerrara el Lusitán ya empezó a estar raro pero estos últimos cinco años ha ido a peor. Espero tu mensaje de vuelta. No se nada de ti desde tu boda, ¿todo bien por allí?» Abuncio.

Estos últimos años Fernando estaba orgulloso de haber conseguido dejar atrás las voces de las cartas. Se había esforzado en conseguir que nadie hablase de él, que no dijesen ni una palabra y, de pronto, se puso de moda el correo electrónico y los mensajes de texto por culpa de "los dichosos teléfonos móviles". De vez en cuando escuchaba una carta como la de Abuncio, cartas muy separadas entre sí y que confiaba que caerían en saco roto.

A Sandra dejó de verla cuando le despidieron del trabajo. Le explicaron que a partir de ese momento los anuncios de las salidas de los trenes serían grabaciones y estaría automatizado par minimizar el error. Le hicieron una fiesta para despedirle que consistió en reunir a todos los empleados, durante 10 minutos, en el parque de la estación para tomar unas galletas de mantequilla. Ese día el jardín perdió toda su belleza para él. De Sandra no sabía nada casi desde ese día y habían pasado ya siete años. Desde entonces había tenido algún encuentro casual en el supermercado pero nada más allá aparte de eso. El trato en esas ocasiones fue distante. Trances de la vida en los que hablar del tiempo soluciona el tiempo incómodo de tener que hablar. Desconocía si se había casado o si seguía trabajando en la estación. Preguntarlo significaría exponerse otra vez a recibir cartas en la cabeza. No podría soportar eso.

Tras el trabajo en la estación consiguió trabajar en una papelería. Para él era una bendición porque estaba solo en una tiendecita pequeña. Solo tenía que sonreír a quien entrara, hacer el papel de vendedor y descansar hasta que llegase la siguiente persona. Era el trabajo perfecto para mantener su identidad oculta, protegida. Para dejar de ser la comidilla del mundo. Su vida consistía en ir a trabajar e ir a casa, donde le esperaba un gato al que llamaba morro, por la mancha blanca en el hocico. Se había planteado tener algún perro pero lo descartó al ver lo sociales que eran los del gremio de paseadores de perros.

De vez en cuando, una vez cada dos meses,  Abuncio le llamaba, a veces incluso se atrevía a tocar el timbre de su casa. Eso era cuando Fernando decidía no coger el teléfono, ya había aprendido esa lección. Lo peor era cuando traía consigo a alguno de sus hijos. A Fernando le costaba mucho no dejarle pasar o no acompañarlo a eso que le proponía, podía ser algo como ir a ver una película que Abuncio quería ver pero que a su mujer no le apetecía, o sentarse en el banco del parque nuevo que acabasen de reformar.

El lazo de Abuncio era el único que no había conseguido cortar nunca y no es que no lo hubiese intentado. Fernando era consciente de que eso le traería problemas. A la larga acabaría siendo una oleada nueva de opiniones y críticas, de preocupaciones y de personas gastando su tiempo en él, desperdiciándolo. Pero era inevitable. Abuncio nunca supo lo que era dejar a alguien en paz. Si no le respondía al teléfono y no le abría la puerta, entonces aparecería en la papelería y se quedaría allí por horas. Diría su frasecita de «buenos días, aunque la espalda intente decir lo contrario» y se pondría a hablar de cualquier cosa.

Ese día se despertó con la carta de Abuncio, obviamente arrancó el día enfadado, ¿Quién en su sano juicio envía un correo a las 7:00 a.m.? Estuvo hasta las 7:30 a.m. mirando al techo esperando a que sonara el despertador y empezó su rutina. Abría la palería todos los días a las 8:30 para así poder vender gomas y fotocopias a los niños olvidadizos del colegio más cercano. Ese día pasó como tantos, con la radio puesta con música country, clientes habituales que venían a buscar cierto número de cierta revista, cierre del chiringuito y a casa. Cuando ya estaba llegando le sorprendió el hormigueo en la nuca. Dos cartas el mismo día era una mala señal.

«¡Abuncio abuelete! ¿Qué tal todo? Yo por aquí genial, ahora tenemos ya una niña de cuatro años y una bebé preciosa. No sé cómo has sobrevivido teniendo cuatro hijos. Oye, pues habrá que ir, lo hablaré con Carol y si ella no quiere intentaré hacer un viaje corto, de estos de fin de semana. No le digas nada a Fernando, será una sorpresa. Podré dentro de dos fines de semana, creo. De hecho, a ver si hoy o mañana le llamo, que hace mucho que no hablo con él. Sigue teniendo el teléfono de siempre, ¿no? Le pega todo no tener teléfono móvil, ¡lo raro es que tú si que te hayas agenciado uno! es broma, creo que el cansancio por la niña me está traicionando.» Alberto.

No supo cómo tomarse la noticia. Por un lado se moría de ganas de saber de Alberto y de verle pero por el otro implicaba abrir la lata de la vida que se había esforzado en sellar. Alberto era de las personas que siempre buscan hacer cosas y organizar, de las personas que lo preguntan todo y dudaba de que en esos años  de distancia eso hubiese cambiado.

No tardó mucho en sonar el teléfono fijo de casa.

— ¡Fernando! ¿Cómo va todo?

— Hola, eres Alberto ¿no?

—¡Eh! ¡Veo que me recuerdas, bien! —le contestó Alberto —Te llamaba para saber cómo llevas tu plan de montar ese bar que decías.

—bah, eso era un proyecto absurdo —dijo Fernando usando un tono de voz monótono sin pretenderlo.

Alberto se quedó un rato en silencio. Era una de las ventajas de hablar con Fernando, los silencios nunca eran incómodos, solo eran oportunidades de decir exactamente lo que se quería. Le dio cierta esperanza que eso siguiera siendo así aún hoy.

—A mí nunca me pareció un proyecto absurdo —le dijo Alberto —y más ahora que me he casado, ¿sabes qué? Cada vez que le hablo a Carol de ti siempre se acuerda de la noche de citas. A lo mejor es un poco raro decirte esto por teléfono, pero le debo gran parte de mi historia con Carol a esa noche. La conocí allí. Le habían dado plantón y estaba sola en una mesa. Cuando no tenía que actuar o promover una dinámica, me sentaba con ella. Me ayudó un poco a servir durante la velada y a cerrar el local. Al día siguiente nos volvimos a ver y desde ese día todos los días. Quería que lo superas. Te debo mucho, me encantaría poder ayudarte con tu sueño.

—Me alegro saber que te ayudara esa noche —contestó Fernando intentando poner voz amable —el bar estaba precioso.

—Esa noche me encantó verte disfrutar —le dijo Alberto.

—No me acuerdo demasiado de esa noche, la verdad. Me tengo que ir, hablamos otro día si quieres.

Tras decir esto Fernando colgó.

«Abuncio, definitivamente tengo que ir, ya he visto a lo que te referías. Hazme un hueco en tu casa»  Alberto.


La historia de un barDonde viven las historias. Descúbrelo ahora