Proteger la rutina

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Fernando sabía que los cambios solo eran capaces de llegar cuando se les daba permiso y él no pensaba hacer tal cosa. Le había seguido la corriente a Abuncio porque sabía que la mejor forma de que un samaritano te dejase en paz era haciéndole creer que te había ayudado. Llevaba esa máxima guardada en la cartera y cada vez que su primo le decía de hacer algo, antes de negarse, sacaba el papelito, lo leía para tranquilizarse y se unía al plan. Esa mañana ya consideraba un éxito el día anterior, se despertó como siempre, con su rutina imperturbable, fue a trabajar, se relajó en su taburete del quiosco, tranquilo, apacible. Si tuviese que definir su estado usando las palabras de Abuncio diría algo así como: "Los logros en la vida se perciben una vez pasados los trances", así se sentía él. Había salvado su rutina del trance del día anterior. Tenía el control.

«Abuncio, llego mañana, ¿te va bien si me quedo en tu casa?» Alberto.

Fernando sabía ya que podía superar los achaques directos y simples de Abuncio, llevaba 7 años lidiando con ellos y ya era un experto en la materia, pero Alberto le daba miedo. Le consideraba una de esas personas que no hablan: orquestan. Alberto no era de los que te dicen que cambies sino de los que te cambian el mundo de alrededor. Estaba convencido de que contra Alberto la rutina sería una tienda de campaña intentando resistirse a un huracán. 

Tenía muchas horas de soledad por delante, las suficientes para idear un plan para protegerse. ¡Un viaje!, eso sería estupendo, pasar el fin de semana fuera. Si avisaba al dueño del quiosco podría cerrar un poco antes y llegar al tren, tomaría el primero que viese. Ese plan era perfecto. Su cabeza empezó a organizarse, ni siquiera pasaría por casa, tenía dinero de sobra con todo lo que había ahorrado. Pararía en una tienda a comprar una maleta, la ropa interior y dos mudas para el sábado y el domingo, un albornoz, betún para los zapatos y otras cosas necesarias, incluso una pipa nueva. Prefería comprarlo todo a entrar en su casa porque se conocía demasiado. Aún así se permitió acercarse a la puerta para dejar una nota "estoy de viaje". Al llegar a la estación se encontró con un tren que tenía por nombre Aliciam, no sabía donde le llevaría pero ese era el plan. Se acabó el ser predecible porque siendo predecible nunca podría proteger su rutina. Se subió, se sentó al lado de una señora que iba con una chaqueta de estas de pelos de león y esperó a que arrancaran. Cuando pasase el revisor descubriría donde se dirigían.

El viaje era largo y el revisor no pasaba. En un momento dado la señora del abrigo se durmió y cayó sobre su hombro. Una sensación de calor y cosquilleo atacó a Fernando pero no dijo nada. Se obligó a mirar hacia la ventana porque los pelos del abrigo sino le entraban en la boca. Cuando le empezó a doler el cuello decidió hacer movimientos raros. Funcionó, la señora se despertó y él se hizo el dormido. El tren seguía en marcha. Ya llevaban 3 horas y no tenía noticias del revisor.

Las horas fueron pasando, despertó con un paisaje que no reconocía, otra vegetación, un mar y poca luz. Se dio cuenta de que estaba amaneciendo y el tren no paraba. La señora de al lado se había puesto a ojear una revista de colonias. Le costó frenar el impulso de leer por encima del hombro, se sobrepuso con dignidad y se atrevió a preguntarle por el lugar de destino del tren. La decepción fue inmensa al no entender nada de las palabras de su acompañante.

Por fin el tren se detuvo. Se bajó en mitad de un pueblo costero, muchas personas iban en bañador por la calle, las tiendas de ropa eran chiringuitos con pareos, camisas de flores y palas para la arena. La decisión estaba tomada, se quedaría allí pasara lo que pasase. Salirse del plan sería traicionarse a sí mismo.

Fernando tenía claro que lo primero era asegurar el sitio para dormir y el resto se vería, para eso necesitaba un mapa que suponía que tendrían en algún puesto de información. La primera dificultad fue el idioma. Era imposible entender a las personas y hacerse entender. Preguntar dejó de ser una opción viable, a pesar de ello lo intentaba haciendo gestos de un compás con los dedos o bien repitiendo la misma palabra muchas veces "¿mapa?" "¿hotel?" pero allí eran palabras y gestos vacíos. 

«Alberto he ido a casa de Fernando para decirle que venías y me he encontrado con un folio que dice que se ha ido de viaje. No entiendo nada, es como si invitara a los ladrones a su casa. Le he llamado a su casa pero no responde. Debería haberle regalado una blackberry de esas para que tuviese un teléfono encima. Nunca hasta ahora había salido de casa así, me estoy preocupando» Abuncio.

Estaba tan concentrado en su problema que casi no prestó atención al mensaje, de hecho, el cosquilleo había sido insignificante y el sonido del mismo casi inaudible. La incertidumbre de no saber dónde dormiría le corroía la vida, los nervios se transformaron en sudor e hizo algo insólito para él, en lugar de empezar a andar de un lugar al otro se fue a la playa, se sentó en el murete, abrió la maleta y sacó la pipa. La imagen era peculiar, un señor vestido con pantalón gris de traje y una camisa de estas de botones ocultos, entre sombrillas y gente tomando el sol, niños jugando a vóley y levantando arena. La pipa sacando un hilillo de humo y gente que paseaba parándose de vez en cuando a mirarle. 

—El mar ayuda a descansar, ¿verdad? —Una chica de unos 27 años se había sentado a su lado, tenía rastas en su pelo rubio y el brazo con una manga tatuada de estilo tradicional japonés y vestía un pareo verde lima. Fernando no la miró, siguió absorto con el mar y la pipa.

—En verdad el mar parece más bien algo que intenta comerse la tierra y nunca lo consigue —Le contestó Fernando.

—Lo que parece es que alguien tiene un mal día —dijo la voz con un tono un poco jocoso.

A Fernando eso le hizo brincar internamente, era la típica frase que le habría dicho Marta hace años. Miró por primera vez a la chica que se había sentado a su lado y se quedó de piedra. Tenía delante de él a quien consideraba que era el típico ejemplo social de cómo vivir con la vida arruinada, todos sus prejuicios afloraron y le invadieron, pero la frase que acababa de escuchar aún le resonaba. Tenía la tentación de no dirigirle la palabra, nada bueno podía salir de allí, pero la curiosidad era más fuerte.

—¿Qué quieres decir con eso?

—Pues que creo que no estás viendo lo que tienes delante —La sonrisa de la chica le pareció bastante bonita y contrastaba mucho con el moreno bronceado de su piel.

Otra vez la sensación de cosquilleo y pelos de punta. ¿Cómo se atrevía a decir que no sabía ver las cosas? miró otra vez al mar, se fijó en su sonido y sin darse cuenta se olvidó del ruido de los niños. El sonido de las olas entraron en su conciencia como entra la brisa en un ventanuco. El color y los reflejos del mar y el cielo, el barco del fondo, empaparon su retina y la sensación de humedad y calidez atravesaron la coraza que llevaba puesta. Al final la chica tendría razón y había dejado de mirar.

—¡Eh! un momento, ¡hablas mi idioma! —La chica se rio y afirmó con la cabeza.

—Necesito un sitio para dormir —continuó Fernando—¿puedes ayudarme? y otra cosa ¿Dónde estoy?

—Claro,  conozco un sitio en el que estarás genial, sígueme.

—Y la segunda pregunta? —dijo Fernando mientras agarraba su maleta para poder seguir su ritmo

—¿la de dónde estamos?

—Sí, esa.

-Estamos en el mundo —Se empezó a reír. A Fernando no le hizo ninguna gracia.

La historia de un barDonde viven las historias. Descúbrelo ahora