¿Repetimos?

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Esa mirada sólo significaba una cosa: lastima. Lo sabía, había estado con ella el tiempo suficiente como para distinguir, en cuestión de segundos y sin titubear, cada uno de sus gestos, sus posturas, sus palabras. Y la expresión que su rostro mostraba en ese momento no me gustaba. Me gustaba verla, sí, a pesar de saber que su mirada no decía nada bueno; pero incluso así, no podía despegarle la vista de encima. Pero no importaba cuánto la viera, su rostro seguía diciéndome lo mismo: siento lástima por ti.

Suspiré, pero no fue un suspiro cansado, fue uno de esos suspiros que siempre le precede a una broma, o a una de esas expresiones de fingida ingenuidad. Ladeé la cabeza, sonreí, sonreí más ampliamente, tanto, que mi rostro comenzó a tensarse. Supuse que debía verme extremadamente patético, pero aun así, en ningún momento dejé de sonreír.

—No tienes por qué esforzarte tanto —dijo ella. Su voz sonaba severa, con una pisca de odio, ¿quizás?—. Me odias, lo sé.

Quise reírme. Con casi cinco años de noviazgo y cada vez que intentaba leerme jamás lo conseguía.

—Te equivocas, no te odio —dije, pero ella no debió tomar en serio mis palabras. No la culpo. Es esta estúpida sonrisa que tengo la que siempre hace que mis palabras no sean tomadas con seriedad.

Todo era mi culpa, claro, era ella quien debía odiarme, sin embargo, su expresión seguía diciendo lo mismo.

—¿Entonces por qué lo hiciste?

Buena pregunta. ¿Por qué lo había hecho? ¿Curiosidad? Sí, casi siempre la curiosidad es la culpable de que tanto hombres como mujeres cometamos los errores más garrafales jamás concebidos. Al final, la curiosidad parece ser una fuerza incluso aún más grande que el amor, porque yo la amaba, y aun así, eso no impidió que yo me metiera a la cama...con él.

No había bebido. No había ingerido ninguna sustancia que pusiera en duda mi capacidad mental. Mi consciencia estaba más despierta que nunca. Sabía lo que hacía, lo sabía y sin embargo no me detuve. Sinceramente, no me importó.

Intentar recordar qué fue lo que me encendió de tal manera resulta confuso, no porque se me dificulte recordar lo sucedido, sino porque para ello tendría que calificar cada uno de los hechos, y recordar con tanta claridad y con tanta intensidad solo me hace querer volver a ese día, buscarlo a él para proponerle que revivamos la experiencia; repetir, como si fuera otra ronda de tragos la que le estuviera ofreciendo.

—¿Y bien? —Se cruzó de brazos, me miró con intensidad, torció los labios; eso significaba que ya no le quedaba paciencia, y que mi respuesta tenía que ser muy buena para que ella no se marchara y me dejara.

—Fue un error —contesté porque me pareció conveniente y no porque verdaderamente lo creyera.

—Mientes —dijo como si nada, como si no hubiera nada que yo pudiese hacer para convencerla de lo contrario.

Ahora fui yo quien se cruzó de brazos. Dejé de sonreír, la vi, tal vez con intensidad, tal vez desinteresadamente, no lo sabía, no me importaba y no lo intentaba. La verdad, sólo trataba de salvar esa relación porque sí, tan simple como eso, llegué a creer que de no conseguirlo tampoco me importaría, sólo quería hacerla creer que así era.

—No miento —susurré con fingido reproche para hacerle creer que su desconfianza me había lastimado—. Te amo.

Sus ojos dudaron. Estaba siendo un completo idiota, eso lo sabía. Jugaba con sus sentimientos porque no quería perderla, porque su presencia a mi lado se había vuelto una costumbre necesaria, porque no estaba de humor para desequilibrar mi status quo, porque de alguna manera la amaba aunque mis actos no lo demostraran.

Se quedó en silencio un buen rato. Dejé de verla, en su lugar levanté la vista, miré el cielo y recordé el cielo nocturno, único testigo de mi supuesto error. ¿Cómo estaría él? ¿Cómo estaría tomando semejante escándalo? Y en primer lugar, ¿por qué automáticamente el mundo lo había convertido en el villano?

—Él se te sedujo, ¿no es así? —inquirió con algo que podría definir como una duda esperanzadora. No terminaba de entender a las mujeres y su extraña forma de pensar.

—Sí —contesté con seguridad mientras en el interior me decía: «eres un bastardo mentiroso». Después de unos segundos deseché estos pensamientos, su sonrisa ahora decía que me había perdonado, aunque sin duda se haría la difícil porque quería que yo la mimara como pago por el mal rato que la había hecho pasar. Así lo haría.

Más tarde, ese mismo día, me encontré con él. Su aspecto de «me vale una mierda lo que el mundo diga de mí» consiguió cautivarme una vez más.

—Hola —saludé desinteresadamente.

—Hola —devolvió el saludo con el mismo entusiasmo —. ¿Te creyó?

—¿Acaso dudaste de mi capacidad?

—Nunca —sonrió—, es sólo que no te entiendo.

—No hay nada que entender.

—Claro —suspiró—, después de todo soy el malo de esta película.

—¿Te molesta?

—Me vale una reverenda mierda.

—Bueno —sonreí, él guardó silencio pero yo continué—. ¿Sabes?, desde ese día he querido preguntarte algo.

—Dime.

—¿Repetimos?

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