La última carta

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Compartido por primera vez en mi blog el 31 de marzo del 2013.

Advertencias: Incesto (no hay nada explícito aquí). 

Más aclaraciones al final. 

Yo sólo siento

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Yo sólo siento... Siento lo bueno, lo malo; siento cómo todo esto siempre gira alrededor de ti. Porque me hacías sentir bien y mal, feliz y triste, puro y sucio. Porque cuando se refiere a ti, yo sólo siento y luego soy. Tus buenos días y buenas noches marcaron alegremente el inicio y el final de cada uno de mis días. Una sola palabra tuya hacía que yo me olvidara de los demás, pero esto no impidió nunca que después me sintiera mal. Porque me dejaba llevar, porque lo que soñaba y sueño siempre es sobre ti y sobre mí.

No debió ser así.

No debí haber escrito esa primera carta. No. La verdad es que no debí dejarte. Esos ocho años nos robaron la familiaridad con la que debimos criarnos y la que delimitaría las posibilidades de nuestra relación. Ahora constantemente lucho contra esas posibilidades, me escudo detrás de los inexistentes sentimientos que hacia ti albergo como hermano. Cuando me fui dejamos de serlo y no hay manera de recuperarlo. Ahora lo sé.

¿Por qué tuvieron que ser cartas?, me pregunto, porque pienso que fue esto lo que alteró nuestra percepción de la realidad y de nuestra relación. Esa manera tan personal de escribirnos nos individualizó, nos alejó del todo que constituía nuestra vida familiar y desvaneció el lazo que nos mantenía unidos convirtiéndolo poco a poco en un hilo rojo que terminó atándonos irremediablemente a una ilusión. Nos escribíamos como hermanos, pero nos leíamos como algo más. Y lo peor de todo es que, con cada carta, yo siempre busqué ese algo más.

Al inicio no lo vi de esta manera, por supuesto, la creí una situación enteramente normal. El que mi hermano menor se esforzara tanto en dibujar cada una de las letras que conformaban ese torpe pero sincero mensaje, esos sentimientos embotellados en esa lejanía que nos condenaba —sin nosotros saberlo— en silencio, me resultaba tan encantador, al punto que mi tranquila lectura era con frecuencia interrumpida por los torpes latidos de mi corazón.

Pero incluso así, hubo muchas cosas que tus cartas no me dijeron. No me dijeron tu altura, el cambio en tu voz, la manera en que tus hombros se fueron ensanchando, tus piernas alargando. Las cartas me escondieron tu rostro cada vez más adulto, me negaron tus lágrimas y tus sonrisas. ¿Por qué fue que nunca nos enviamos fotografías o vídeos? ¿Por qué fue que nos aferramos tanto a esos trozos de papel, a esas oscuras criaturas que tan silenciosamente marchaban sobre éste? ¿Qué notó nuestro inconsciente en ese entonces? ¿Por qué demoramos tanto en percibirlo?

Yo sólo me percaté de todo esto cuando te vi. Mamá te llamó y tú bajaste al genkan(1), perezoso como siempre, entonces me viste, tu rostro se iluminó, pero te quedaste de pie, sin decir o hacer nada. Creo que esa fue la primera vez que dudaste de mí como hermano. También fue la primera vez para mí, porque te vi y apenas te reconocí: ya no eras más un niño. Tus ojos y mis ojos casi se encontraban a la misma altura, y aun así los escondiste, me los negaste, porque seguro te avergonzaste de sentir lo que sentiste, y lo sé porque yo sentí lo mismo.

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