Eventos de Rusia

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En las calles de San Petersburgo hay un apestoso olor todos los veranos. Las calles, las paredes, y el ambiente se llena con una capa de polvo que es desagradable al tacto. Los ciudadanos de esta ciudad se han acostumbrado a esta ocurrencia. Siendo para los visitantes una inesperada sorpresa. Los veranos se vuelven un periodo de tiempo en donde las familias más adineradas vuelven a los campos. Muchos de ellos son terratenientes con siervos y se pueden permitir pasarse en sus propiedades un largo verano. El año actual está siendo un verdadero quebradero de cabeza para los ricos que desean salir de la ciudad. La invasión Napoleónica ha implantado el miedo en muchos propietarios. Pudiera ser que aquellos que tuviesen sus tierras en Rutenia serían asoladas. El valiente ejército imperial está haciendo todo lo posible para retrasar a los franceses. En su cometido han tomado la decisión de desolar todos los terrenos que puedan ser usados. Esto incluye el saqueo y la utilización de los siervos, que se encuentran en una zona gris muy peligrosa. No les dan de comer los rusos, ni tampoco los franceses. Rumores de una revuelta de siervos está en el aire. Todavía son pocos aquellos que verdaderamente creen que llegará. Algunos terratenientes con grandes latifundios evitan salir de San Petersburgo. Temen la violencia incitada en los siervos por el invasor. Se quedan a merced de sus trabajadores en sus grandes estados, pues ahí el señor es ley y no hay más fuerza de seguridad que la suya. La ciudad se nota mucho más congestionada de lo normal. Curiosamente, han llegado muchos refugiados de las partes sur de Rusia. Huyendo todos de una fiebre que es altamente mortal. Los refugiados de guerra acuden a por un refugio en el norte. Los propietarios están inquietos por ver la guerra concluida. Los almirantes, generales, administradores, funcionarios y otros buenos hombres de Estado tienen menos pudor a los franceses. Estos señores confían plenamente en las capacidades del ejército imperial. La Cruz Bizantina es un refugio agradable, en las grandes iglesias la frescura del invierno se guarda.

Recientemente, se celebró una fiesta en un palacio residencial cerca de la residencia de su majestad imperial. Fueron invitados las grandes celebridades de la sociedad Rusa. Entre sus invitados estaban sobre todo almirantes y nobles. Las damas vestían con preciosos vestidos bordados con la mejor seda traída del este. Los caballeros portaban las más distinguidas vestimentas que tenían. De la casaca de uno de los almirantes colgaban las distinciones más prestigiosas de la madre patria. En esa reunión de grandes hombres se bailaba música Italiana traída hacía pocos años. A los rusos les ha calado bien la música occidental, disfrutando de una amplia variedad de autores. Pese a las restricciones calóricas que sufría la población, en aquellas salas se servía manjares, en cantidades ingentes. Como es habitual en la sociedad Rusa, aquello no era inesperado. De hecho, podría mencionar todos los invitados que terminaron ebrios. No es de menester hablar de eventos mundanos, pues hay algo que quisiera recalcar. El joven príncipe de Smolenks llegó con su esposa a la fiesta. El pobre hombre tiene sus propiedades arrasadas por los mismos rusos. Los siervos, todos, se han escapado en busca de subsistencia. Sobre él recae una gran responsabilidad. Bien, pues este hombre acudió a la fiesta como estaba previsto. Trajo su mejor atuendo, y fingió estar tranquilo y feliz. Todo aquello ocultaba un terrible presentimiento. La invasión le había tomado por sorpresa en Riga, fue rápidamente a San Petersburgo, en donde tenía un gran palacio a media hora del puerto. Se dice que nada más llegar a la capital, una grave enfermedad le inhabilitó y guardó reposo en cama durante semanas. En la fiesta se le veía débil, algo de esperar de alguien que se está recuperando de una grave enfermedad. Pues ahí entabló conversación con algún jefe militar que estaba al tanto de la guerra. La conversación pareció afectarle demasiado. Pues poco después volvió a temblar y se sentó durante el resto del baile, su mujer a su lado. En un momento dado me acerqué al príncipe, mera curiosidad. Extrañamente (y contraria a mi creencia de la fobia rusa a los extranjeros) me habló cordialmente. Recuerdo bien lo que me dijo, sonaba desesperado. Aquel hombre tenía visiones, me lo imagino, pues no entiendo por qué alguien cuerdo diría lo siguiente.

Usted, es usted el invitado... Bien, bien. Dígame, dígame. ¿No llegarán verdad? Les veo llegar, son los Franceses

Aquí hubo una pausa

Sí, son ellos, pero no vienen solos, llegan con todos los siervos, y alguien más está a sus espaldas. Llegan sus aliados, pero hay alguien más... ¡Alguien más! Oiga... ¿Me escucha verdad? ¡Escúcheme! Mire, llegará el cuarto jinete, llega su caballo blanco portando con la espada. Y su nombre es la muerte. Llegará, estamos todos perdidos... ¡Salga de aquí! ¡Lléveme con usted! Presiento que dios ha de castigarme... Soy yo, su hijo, y aquel jinete con su caballo pálido viene a por mí. Escúcheme... ¡Por dios! Lléveme lejos de aquí

Su mujer, naturalmente, lo tranquilizó. Esa crisis nerviosa no era para nada habitual. Menos incluso era verla en una reunión como esa. Me quedé perplejo, no era capaz de vocalizar palabra alguna. No dije nada, pues unos segundos después aquel hombre cayó fulminado al suelo. Se desmayó, y por lo que sé murió unos días más tarde. La fiesta se canceló. Todos regresaron a casa antes de la cuenta. Había algo en los ojos del hombre que me asustó. Pues me dio la impresión de ver su cadáver inerte mucho antes de que este cayese al suelo. Aquellos ojos que antes eran un azul fuerte eran grisáceos. Su piel era como la del caballo, pálida.

Salí unos cuantos días después de la ciudad. Y puse rumbo de vuelta a casa. Por fin tengo la oportunidad de contarte en detalle aquel evento tan bizarro que me pasó. Espero poder continuar escribiendo algunas otras líneas para ti. Tengo otras cuantas páginas contando mis batallas. Ya verás. Te llegarán junto a esta.

Pólvora y entrañasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora