— ¡Mateo, bájate de ahí! ¡Sofía, ven aquí que tienes que bañarte!
— ¡No quiero!
— ¡Darío, los caballos!
— ¡Daniela! ¿Te has llevado ya todas las flores?
— ¡Gustavo, Mateo!
— ¡Luis, que las manzanas no son gratis!
Observaba atentamente el caos familiar desde el marco de la puerta, sujetando mi taza de café caliente mientras me envolvía un poco más en mi bata de estar por casa. Vestida todavía con mi pijama, me quedé estática, viendo cómo Mateo intentaba trepar por una vieja figura de caballo que decoraba la sala, mientras Sofía corría escapando de mi tía. Daniela arrastraba una cesta de flores dejando pétalos desperdigados por todo el suelo, y Darío iba de aquí para allá con una silla de montar al hombro.
Mi abuela tejía tranquilamente en su mecedora, completamente ajena al barullo que nos rodeaba. Desde donde estaba, oía a mi madre, que estaba en la cocina, dando instrucciones a mi padre sobre cómo embotellar el zumo de manzana sin armar un desastre. Mis tíos iban y venían, cargados con equipo de equitación, mientras mis primos adolescentes parecían vivir en otro mundo: uno trasteaba con un artilugio científico y el otro subía el volumen de su móvil como si necesitáramos más ruido.
Suspiré profundamente, disfrutando de mi café, antes de darme la vuelta para regresar a mi habitación. Estas eran las típicas mañanas en Santa María.
— ¿Qué crees que me pongo? — preguntó Daniela, irrumpiendo en mi cuarto con dos vestidos en la mano — ¿El rosa o el lila?
Estaba sentada en mi escritorio, dándole vueltas al ovillo de lana que tenía entre las manos, y levanté la mirada para mirarla de reojo.
— Uhm... creo que el rosa te quedará mejor.
— ¡Pues lila, entonces! — soltó con entusiasmo antes de salir dando saltitos, dejando el vestido rosa tirado en mitad de la habitación.
Resoplé. A veces Daniela podía ser desesperante, pero la verdad era que había echado de menos su alegría y su energía.
Cuando por fin se calmó el caos y comprobamos que todo estaba en su sitio, subí a mi cuarto a prepararme para el festival. Abrí mi maleta y empecé a rebuscar entre la ropa, soltando un bufido al darme cuenta de que no había traído nada adecuado. Todo eran conjuntos que servían para la oficina, pero no para una fiesta en el campo. Al final, dejé todo hecho un desastre y me dirigí al viejo armario de mi habitación.
Para mi sorpresa, aún había ropa mía. Había sobre todo vestidos, algunos que llevaba de adolescente y que combinaba con botas cuando salíamos a pasear por los senderos. Ahora todo mi estilo era distinto: blazers, pantalones de pinzas, camisas... Sentí una punzada de nostalgia mientras deslizaba los dedos por los tejidos.
Finalmente, escogí un vestido amarillo con tirantes, ajustado a la cintura y con un lazo en el pecho. Era sencillo pero precioso, y además iba perfecto con mis botas blancas. Me senté frente al espejo y me arreglé un poco: un toque de corrector, algo de colorete, brillo de labios y, como siempre, mis pestañas ligeramente definidas. Justo estaba terminando de soltarme los rizos cuando llamaron a la puerta.
— ¡Adelante! — grité mientras me quitaba los últimos rulos del pelo.
Mi madre entró despacio, con una sonrisa melancólica.
— Estás preciosa, hija — sus palabras me hicieron sonreír.
— Gracias, mamá. Tú también estás guapísima. ¿Ya nos vamos?

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The Way You Hate Me
Lãng mạnLos romances de infancia a menudo se describen como inocentes y puros, y se caracterizan por una ternura y corrupción compartidas desde una edad temprana. Puede recordarse con nostalgia y cariño porque representa una época de descubrimiento emociona...