Capítulo 8: Lo que una vez fuimos

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" — ¡Luna! ¡Niña, ven aquí ahora mismo! — gritaba mi madre con tono severo, pero yo seguí corriendo sin detenerme.

— ¡Mamá, Luna me ha pegado! — a lo lejos, oía a Daniela protestar mientras señalaba que yo le había pegado porque ella rompió mi muñeca favorita en mitad del juego.

— ¡Bruja mentirosa! — respondí gritando y salí disparada de la finca sin mirar atrás.

— ¡Luna Fernández!

Ya estaba lo suficientemente lejos como para que su voz se desdibujara, y no quería enfrentarme a mi madre por lo que había hecho, así que no tuve otra opción más que seguir huyendo hasta que mis pulmones comenzaron a arder por la falta de aire. Cuando las piernas empezaron a flaquear, me detuve al llegar a la orilla de un río cercano. El lugar era precioso: el canto de las aves, el murmullo de la cascada y las flores rodeadas de hojas verdes ofrecían un espectáculo encantador.

Era la primera vez que veía ese lugar y me sorprendió su belleza. Parecía sacado de uno de los cuentos de hadas que mi madre solía contarme. La claridad del agua me atraía, así que intenté tocarla con cuidado, pero un paso en falso me hizo resbalar y caer al agua. El miedo me invadió; traté de mantenerme a flote, pero la corriente me arrastraba y yo no sabía nadar.

— ¡Mamá! — grité desesperada mientras sentía cómo el oxígeno se escapaba y todo se volvía borroso.

Cuando pensé que todo había terminado, unas manos me sujetaron y me sacaron del agua con esfuerzo. Sentí cómo me colocaban en la orilla y tosí violentamente, expulsando el agua que había tragado.

— ¿Estás bien, niña? — preguntó una voz preocupada.

Entre sollozos y con los ojos llenos de lágrimas, traté de enfocar a la persona que me había salvado. Era un chico mayor que yo, con el cabello rizado y largo, empapado por el agua y colgando desordenadamente sobre su rostro. Sus ojos eran de un tono avellana profundo y su piel, pálida, tenía un matiz casi moreno. Aunque parecía preocupado, su expresión era seria, muy seria, como la de mi padre cuando se enfadaba por no haber hecho bien mis tareas.

— Gracias — le dije mientras le rodeaba con los brazos, continuando entre sollozos — Me has salvado.

El chico se tensó y, con algo de torpeza, correspondió a mi abrazo.

— Deberías irte — dijo, carraspeando mientras se apartaba y se levantaba para ofrecerme su mano.

— ¿Cómo te llamas? — pregunté con la voz temblorosa, aceptando su mano. Nunca lo había visto en el pueblo y parecía... ¿deprimido?

— Óscar.

— Óscar, yo soy Luna Fernández y tengo nueve años — respondí, extendiendo mi mano en un saludo más formal y sonriendo al notar cómo la comisura de sus labios se curvaba ligeramente en una sonrisa — ¿Cuántos años tienes?

— Tengo catorce — contestó, aceptando mi saludo.

— ¿No te gusta hablar mucho, Óscar? — le pregunté. Mi comentario hizo que frunciera el ceño y me ruboricé al darme cuenta de que a veces podía ser muy entrometida, algo por lo que mi madre solía regañarme.

— Uhm...

— Lo siento — hablé con un tono algo brusco — ¿Quieres ser mi amigo, Óscar?

Su rostro mostró un destello de ilusión y yo mordí mi labio nerviosa, jugueteando con mi cabello desordenado.

— Sí — respondió él, y mi sonrisa fue instantánea.

The Way You Hate MeDonde viven las historias. Descúbrelo ahora