Capítulo IX

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Antonella, a sus catorce años

A lo mejor, en otra realidad, hago más que pensar en ella.

Me siento culpable, por mi culpa ella se tuvo que marchar de la Academia Ligeia para señoritas.

A lo mejor, si dedico unas horas a la lectura, podré centrarme en un nuevo mundo y no pensar tanto en el que arruiné.

Hace poco fue mi cumpleaños, por lo que Marcela, sin que nadie la viese (y no porque fuese en secreto, sino porque el día de mi nacimiento es el día en el que mi madre falleció) me regaló un libro envuelto con papel.

Ese es, hasta ahora, el único regalo de cumpleaños que he tenido.

Voy a aprovechar y leerlo, a ver si así despejo la mente un poco.

Voy directo a la mesa de café que hay en mis aposentos. Todavía allí sigue el libro intacto, ni siquiera he visto la portada, así que es por completo una sorpresa.

Sostengo el paquete en mis manos y con cuidado y delicadeza me despojo del envoltorio por una apertura que tenía en la parte superior.

Mi corazón se encoge, mi visión se nubla y mis ojos expulsan todo su malestar en forma de saladas gotas de agua, como si fueran gotas de agua de mar. Es mucho más poético decir que el ser humano ante ciertos estímulos necesita expulsar agua de mar por sus ojos, al ser un reflejo del mundo en el que vive, que admitir la culpa que me oprime el pecho y me tiene sollozando como a una niña pequeña.

El libro es grueso, añejo, con hojas amarillentas y manchadas.

Se parece al libro que leí por accidente en el día que la conocí.

Arrojo el libro al suelo con furia, por lo que se abre y maltrata sus hojas en el proceso, pero no importa.

Empiezo a gritar con los puños apretados, mientras exhalo toda la rabia que siento en este preciso momento.

Me siento en el sofá y hago un ovillo con mi cuerpo, abrazando mis rodillas flexionadas, y pongo mi cabeza en estas.

Empiezo a llorar, con un llanto que desgarra mi pecho.

Lo siento encogerse al ritmo de mis sollozos. Mis lágrimas bañan mi vestido, y mi corazón, sigue siendo estrujado. Siento, como si en medio de mi pesar, fuera capaz de quebrarse en algún momento.

He visto a Marcela limpiando, por lo que también la he visto exprimir una frazada para secar el suelo, así es como se siente mi corazón, siento como si alguien metiese su mano en mi pecho y apretase con tanta fuerza, que exprime mi miocardio y lo vacía de cualquier líquido o sustancia vital.

Empiezo a golpear mi cabeza con los puños cerrados, lo cual me produce una fuerte jaqueca, pero no me importa, no puedo detenerme.

A medida que mis golpes aumentan, mi jaqueca también, y ambas acompañan a mi llanto estruendoso, del que no me percato ya que mi estado actual puso el mundo en modo mudo, de manera que no me escucho ni a mí misma.

_Perdóname, Gionevie -es lo único que consigo decir en medio de mi pataleta.

Y sigo con mi escándalo durante algunos minutos hasta que Elvira, la más amable de mis criadas, entra en la habitación.

_ ¡Antonella! ¿Te encuentras bien? ¿Está todo en orden? ¿Qué ha pasado? -interroga al verme en este estado.

_Nada, señorita Elvira -respondo poniéndome de pie y secando mis lágrimas con el dorso de mi mano, a la vez que sorbo por la nariz- solo estaba -retomo mi conversación mientras camino hacia la chimenea, a espaldas de Elvira, por lo que la dejo atrás- leyendo y el libro -hago una pausa para inhalar y espantar las gotas de mar que amenazan mis ojos- se puso emotivo, está muy fuerte y pienso que...

El árbol sagrado de los deseosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora