II. John Schmidt

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Berlín Este, Alemania, invierno de 1960.


Desde lejos podía escuchar el gran silbato del tren que sonaba por segundos y luego se detenía esperando por sus pasajeros. Yo era uno de esos, quien me encontraba corriendo hacia la parada para abordar  el tren y dirigirme al Oeste como todos los sábados.

Mis padres estaban separados, por lo tanto, me tocaba viajar todas las semanas para visitar a mi madre.
Corría y corría sin detenerme, con el corazón latiéndome con fuerza y la adrenalina corriendo por mis venas, esperando poder llegar antes de que las ruedas comenzaran a moverse en los raíles. Solo podía escuchar mis pasos una y otra vez, que se repetían como las gotas de lluvia al caer sin detenerse.
Me faltaba poco, pero desde lejos veía como el tren comenzaba a moverse. En mi cabeza no cabía la idea de que se estaba yendo.

No me detuve con las esperanzas en alto.

Corrí cada vez más rápido, como si esto fuera a detener al tren.                                De repente, algo en mi cabeza me dijo que  me detuviera, hice lo posible para no escuchar, pero mis piernas tambalearon pidiendo un descanso y me hicieron caer.

Alguien se paró frente a mis ojos y me dio la mano para ayudarme a levantar del suelo. Era un chico, más bien un soldado, lo deduje tras ver que traía consigo un uniforme beige.

—¿Está usted bien? —preguntó el soldado pasándome mi maletín que había rodado hacia un costado.

—Sí. —di la respuesta con que todo el mundo miente.

—¿En serio? —preguntó con duda—. No tiene que mentir si no lo está. Tenga. —sacó algo que traía en su maletín. Era una cantimplora.

—Gracias… pero no hace falta. —rechacé aquel buen gesto.

—No se preocupe, no está envenenada, puede beberla con tranquilidad.
Quería volver a rechazarlo pero mi cuerpo solo pedía una cosa, saciarse de agua.

Tomé la cantimplora sin decir una palabra y bebí de su agua.

—Gracias. —le devolví la cantimplora.
Él hizo un gesto de «no hay problema» y ambos continuamos con nuestros caminos.

Ya que había perdido al tren, no había otra manera que esperar su regreso. El tren volvía a la estación friedrichstrasse cada hora, así que me esperaba una larga hora en aquella estación.
Me quedé sentado durante esa hora completa, y paré mi cuerpo enseguida al escuchar el silbato que me indicaba que ya estaba aquí. Cuando se detuvo, me subí a uno de los vagones y por fin podía estar en paz, durante ese momento me quedé dormido hasta llegar a Berlín Oeste.

Al llegar, tomé mi maletín y me dirigí hacia fuera. El día estaba más soleado que de costumbre.

Caminé unas cuantas cuadras y cuando iba por la zona en donde vivía mi madre,  tropecé con una chica de cabello castaño rojizo, todo fue tan repentino. Ella estaba volteada y dando algunos pasos, mientras yo me volteé porque algo había caído de mi maletín, era un sobre que iba dirigido hacia «Frank». Frank era mi padre así que no lo abrí y lo volví a entrar, entonces fue ahí donde ¡Pum!, chocamos. Mi maletín cayó al suelo junto a un dije dorado que tenía la chica. Yo muy avergonzado recogí mi maletín y el dije,  rápidamente me disculpé y le entregué aquel dije dorado.

—No te preocupes —dijo ella—. Es mi culpa en no fijarme por donde caminaba.

Realmente había sido culpa de ambos, no solo de ella. Sin tan solo ninguno nos hubiéramos volteado esto no hubiera pasado. Pero al fin las cosas pasan por algo.

Seguí con mi camino a casa de mi madre, y al llegar, ella estaba volteada de frente a la puerta, cerrándola. Yo me aproximé a ella antes de que se volteara y le di un abrazo por la espalda. Mi madre se sobresaltó. No esperaba aquel abrazo.

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