TRES: Desorden.

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Caminó kilómetros y kilómetros, tan lejos como sus piernas se lo permitieron, sin importar donde estuviera creía poder oír ese maldito deportivo, Sofía sentía que sin importar que tan lejos vaya o donde acabe, su hermano nunca dejaría de buscarla.
Decidió que lo primero que haría una vez consiguiera un poco de dinero sería teñir su cabellera rubia en negro, quizás así despistaría a su familia si la vieran de lejos, quizás así se parecería menos a ellos, pero años de poder mal encausado, maltratos e injusticias corrían por su sangre.
Todo esto la llevó a detenerse en un tema elemental: el dinero, del que ella no tenía nada.
Todo explotó tan de repente que ni siquiera reparó en tomar algo de dinero, solo vio una puerta abierta y no desaprovechó.
Pensando en como se ganaría la vida de ahora en adelante vio lo que tenía en sus manos: dieciocho años, un buen rostro y un cuerpo digno de quien le ha dedicado sus días, noches y lágrimas al deporte, con todo esto en mente pensó en un oficio tan antiguo como el tiempo, esto la llevó a pensar en los hombres que habían pasado por su vida, con quienes había pensado refugiarse en un principio, pero al final todos serían como su hermano, porque hasta Damián era un buen novio.
Damián pegaba y pegaba fuerte, apretaba del cuello pero no para asfixiar, para matar su alma, lentamente mientras la miraba a los ojos.
—Te crees lista y que puedes hacer tus planes y que todo te saldrá bien, pero ese pequeño cerebro tuyo fue creado por Dios y Él te dará tu castigo.
El castigo era de Dios pero la patada en sus costillas era de Damián.
Sofía encontraba en la intimidad algo que su insípida vida no podía darle: bienestar, por más momentáneo que fuera valía lo que dura una vida, algunos recibían reanimaciones, ella tenía algo similar, ese fue el principal motivo (o desorden) por el que terminó encerrada tras las altas paredes de su casa y con medicación.
Algunos eran reanimados en los hospitales, ella era reanimada en su habitación, con una colonia masculina fuerte como electroshock y brazos alrededor sosteniéndola como una camisa de fuerza, ella ahí encontraba su sanidad.
Recordó cada vez que fue despreciada por un motivo referente, como cuando tuvo un amorío con ese entrenador diez años mayor, sus compañeras, esas víboras con shorts deportivos con las que nunca se mezcló lanzaban su veneno, juraban las peores cosas y se encargaban de hacérselas saber, nada de eso tenía importancia, ese entrenador le había abierto las piernas, pero las puertas al éxito deportivo se las abrió ella misma y podría achicarse como un gusano ante sus padres, pero nunca ante ellas, rubias desde la cuna y cuna de oro, estereotipos materializados de privilegios y frivolidad. 

Sofía, ay Sofía...Donde viven las historias. Descúbrelo ahora