Abismo

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Los días siguientes a la ceremonia del ejército, Agoney había sido absorbido por un agujero negro invisible que cada vez lo arrastraba más y más hasta el fondo. En el primer momento en que se bajó del coche de Ricky, le puso una mala excusa para evitar que le hiciera compañía porque sabía que, tarde o temprano, acabaría sacándole de nuevo el tema de recibir una ayuda psicológica que en ese momento ni quería ni creía necesitar. Cerró la puerta de su casa, corrió las cortinas y se quedó en penumbra. La falta de fuerzas le impidió llegar hasta el sofá, así que se dejó deslizar por la pared hasta el suelo y se encogió sobre sí mismo. Cómo si fuese un niño que se había quedado solo en mitad de la noche y, aterrado, no quería mirar más allá de sus rodillas.

En ese momento, las quejas que su abdomen le mandaba en oleadas de dolor por la postura que había adoptado ni siquiera le importaba. Se sintió totalmente destrozado con la noticia de Alberto, era la puntilla que le faltó a su mente para terminar de desestabilizarse y, por mucho que lo intentó, no pudo soltar ni una sola lágrima más. Su cuerpo se había bloqueado de tal manera, que ya no conseguía hacer ni siquiera eso.

Le angustiaba no poder limpiar de su interior todo lo que sentía que necesitaba, deshacerse de la eterna mano que apretaba su garganta, pero su cuerpo no respondía. Sabía que solo tenía una alternativa al llanto gastado que le dejaba una sensación de bienestar similar y que lo complementaba con un sopor que le hacía olvidar de manera momentánea lo que le había llevado a ello. Así que se levantó con esfuerzo del suelo y fue hasta la cocina, agarró una de las botellas de alcohol medio vacía que había dejado sobre la encimera y, sin molestarse siquiera en coger un vaso, se empinó la botella y la terminó tras dar varios tragos largos.

Apoyó los codos en la encimera y soltó la botella de mala gana, la cual formó un molesto tintineo con el cristal al chocar y dejó ir un largo suspiro. No le gustaba la sensación inicial del alcohol, pero sus efectos le ayudaban a convivir con su mente.  Su garganta parecía haberse aliviado un poco, pero no lo suficiente, pues aún sentía que le costaba poder llenarse los pulmones de aire, así que se dirigió al mueble bar del salón y cogió otra. Chasqueó la lengua al ver que ya no tenía ninguna más guardada y se dejó caer en el sofá. Abrió esa última botella y le dio el primer trago. Se quedó callado y con los ojos cerrados un buen rato, intentando que su cabeza guardara silencio también, pero esto no ocurría. En su mente solo se escuchaba una voz fea y chillona, molesta, que no paraba de repetir "Todos están muertos, todos están muertos. No has salvado a ninguno. Mikel seguro que te odia por ello." y, cuando esa voz parecía darle un respiro, de fondo se escuchaba el fuerte eco del llanto de Amelia que aún rondaba sus pensamientos. Supuso que se lo merecía, porque él lo había provocado y lo menos que podía hacer era compartir el dolor de una mujer que él había dejado sola para lo que le quedaba de vida.

Sabía que el alcohol no era una solución a nada, pero sí lo sentía un remedio más o menos efectivo, ya que con cada trago que daba aquella voz incordiante disminuía el volumen hasta el punto en que era soportable y sentía que podía respirar de nuevo. Así lo hizo durante los siguientes días que vinieron, encontrando un remanso efímero de paz en el letargo que le producía la alta graduación de la bebida y el efecto de los calmantes. Lo malo de ese remedio, es que cada día que pasaba necesitaría dar un trago más que el día anterior para conseguir ese volumen bajo y no sabía si era porque su cuerpo se empezaba a acostumbrar a ese estado o es que la voz le estaba echando un pulso y estaba ganando, porque cada vez parecía hablar más alto.

El efecto colateral de aquel remedio era cuando su estómago colapsaba y le pedía a base de náuseas y arcadas expulsar de la manera más rápida y efectiva posible las cantidades ingentes de alcohol que le echaba. Se sentía hecho un trapo, un despojo y un fracaso como persona y como profesional y, por si fuera poco, se sentía terriblemente dolorido por las contracciones de su estómago, así que cuando recuperaba algo de fuerzas, se ponía en pie y se iba a la cocina a buscar algún calmante que le aliviara el dolor. Por suerte eran efectivos y caía redondo en la cama en cuestión de minutos.

Élite Secreta: Misión Somalia Donde viven las historias. Descúbrelo ahora